Mi padre era aficionado de sombra. Lo fue, en los años cincuenta, cuando me empezó a llevar a los cuatro o cinco años, por lo menos a una corrida de feria cada abril. Años en que la pasión hervía en los tendidos y había una especie de lucha de clases en la plaza, resuelta de forma sumaria y enfática, con un maniqueísmo determinante: los de sombra o sea los curros, los apretados eran del partido caleserista, mientras del otro lado, los del tendido cálido respondían al embrujo del atropellamiento valiente y eruptivo de Rafaelillo.
Hoy cuando han pasado más de cuarenta y tantos años y me apresto a presentar un trabajo en la Peña, que desde hace más de un año venía posponiendo aunque no por ello dejaba de articularlo, tratando de encontrar un acercamiento a lo que pretendí llamar desde un primer momento: Con estos ojos que se han de comer los gusanos…, en referencia al siempre recordado e inolvidable compañero de tertulias taurinas don Arturo Muñoz La Chicha y con el cual intentaba explicar mi tránsito por los tendidos o como quizás Gustavo Flaubert lo hubiera dicho: La educación sentimental de un aficionado, se agolpan en mi cerebro las reminiscencias de mis primeros pasos en la afición taurómaca, los cuales seguramente no fueron muy dispares, a los de otros niños de cinco años, a los que en una primera reacción, quizás inducida por la propia madre, se horrorizan al contemplar los borbotones de sangre que emergen del lomo del toro después de ser picado, y para apaciguar su llanto o por lo menos el susto, los sollozos buscan ser disipados ofreciéndole al escuincle un vaso de refresco o un dulce como tranquilizante.
Una tortura efectivamente, de la cual muchos logramos sobrevivir, en virtud de que una razón u otra regresamos a la plaza, quizás primero porque resultaba muy divertido corretear por el graderío, antes de que iniciara la corrida o se llenara el tendido de la San Marcos, o simplemente porque era un día de fiesta, en el cual nuestros padres nos sacaban de nuestra rutina diaria, ya rota con la compra de unos zapatos nuevos o alguna prenda de vestir, como era menester hacerlo al llegar el 25 de abril, durante la feria en Aguascalientes.
Después venía el paseíllo y la cosa se animaba con el público, sobre todo con el de los pelafustanes de sol, quienes tímidamente daban sus primeros lances de tanteo, con gritos cordiales que buscaban incitar a los alternantes a dar la tarde de su vida o si estaba Calesero no faltaba el famoso grito del popular aficionado La Ampolla: A ver si ahora sí, mi Calesa. Y entonces el paladín de los curros esbozaba una ligera sonrisa, como para darle esperanzas al respetable, la cual solía irse desdibujando con la muerte del primero de sus enemigos, en que el matador al dirigirse al callejón, voltear al tendido y replicar a la silbatina con su característico gesto de la mano derecha en que, en forma de rehilete, trataba de decirnos que lo esperáramos para el siguiente. Y entonces desaparecía de plano la sonrisa al doblar el segundo de su lote. Y vuelta a resonar el grito de La Ampolla: ¿Y ahora cuándo? Para que el torero volviera a responder: A la próxima, lo cual significaba el siguiente año. . . Anécdota que quizás todos los aficionados a los toros en Aguascalientes hemos escuchado alguna vez y que tiene algo de verdad, pero también mucho de mítica, si no como explicarnos entonces que por más de 18 años en que coincidieron en los ruedos Calesero y Rafael, el mundo de los toreros, en la tierra de la gente buena, girara en torno de estos dioses del Olimpo taurino, mientras el de los toros era dominado por La Punta.
Pueblo chico. . .
Ser aficionado en Aguascalientes, en esos años significaba ser Caleserita o Rafaelista, y cuidado con que alguien quisiera salirse por la tangente manifestando una improbable neutralidad, o algo peor, que buscara quedar bien con Dios y el Diablo. Era un mundo de etiquetas: si uno iba a sombra asumía un aire de suficiencia y arrogancia elitista, para sobrellevar las rechiflas y los lanzamientos de anilina y de agua de riñón de los desarrapados de sol, orgullosos trabajadores del riel, en su mayoría y cuyo campeón no era otro que El Volcán, orgullosamente salido de un hogar humilde, con una infancia colmada de estrechez económica, pero que al arriesgar la vida, como muy pocos lo han hecho enfrente de los pitones de un toro, pudo llenarse las bolsas de dinero. (Algo que resulta inalcanzable para la mayoría de los toreros de ahora, en que la tacañería y ceguera de los empresarios los lleva a regatearles los duros a los toreros, aunque estos estuvieran dispuestos a partirse el alma, como lo hacía en sus tardes de gloria Rafaelillo).
Por su parte, Calesero se comportaba con donaire y altivez, haciendo sentir a su paso que era un torero de los pies a la cabeza, tanto en el ruedo como fuera de la plaza, pues si bien su padre don Justo Ramírez Sánchez, aficionado de prosapia, no era el hombre más rico del pueblo, si tuvo la suficiente holgura económica, como para en alguna ocasión ser empresa para que su chaval pudiera torear en un festival o algunas novilladas, antes de dar el estirón definitivo que lo llevaría a encumbrarse, merced a su genial destreza con el capote, en El Poeta del Toreo. Amén que algo le ha de haber servido, el hecho de que su hermano Jesús fuera el empresario de la San Marcos, durante muchas temporadas, para que toreara por lo menos una de las corridas de Feria, cada año.
Claro que la altanería, o por lo menos los aires de prosapia de que hacía gala Calesero, tenían su complemento con quienes formaban la parte más visible de sus correligionarios, principalmente en las barreras de sombra, en que en esos años era fácil identificar a los reconocibles: don Enrique Castaingts, con su característico puro, teniendo, regularmente de compañeros a don Julio y don Benito Díaz Torre, don Anselmo López, don Manuel Ávila, don Emilio Berlie, claro está que todos con sus respectivas esposas, a las cuales pido disculpas de no mencionarlas por su nombre, para no caer en la descortesía de olvidarme de alguna de ellas. También batían palmas por las gestas de Calesero don Antonio Garza Elizondo; Rodolfo El Ronco González, a quién recuerdo invitándonos, la noche del 13 de febrero de 1966, a seguir la sobremesa de la fiesta de homenaje al Poeta en su aristocrática casa que tenía por los rumbos del Jardín de San Marcos, una vez que don Juan Andrea (otro Caleserista) cerró las puertas del local de los Rotarios, en Jardines de la Asunción, donde se había servido una suculenta cena, para más de 150 comensales, después de la apoteósica despedida en la San Marcos del torero del Barrio de Triana. En este recuento no podía faltar en las filas del arte el siempre célebre Abogao Jesús Ramírez Gámez, Carmelita Madrazo, don Humberto Elizondo Garza, el Dr. Alfonso Pérez Romo, el Lic. Alejandro Mora Barba, el Dr. David Reynoso Jiménez, Jorge Durán Valadez, Leopoldo y Rubén Ramírez Cervantes, el Lic. Jesús Antonio de la Torre García, don Salvador Hernández Duque, Humberto Morales El Catrín, Carlos Macías Peña, Alberto El Negro Santacruz, Humberto Martínez de León y del gremio de los ganaderos, tengo la impresión que eran del bando de los curros don Lucas González Rubio, don Miguel Dosamantes Rul, don Celestino Rangel Aguilar, mejor conocido por El Tato al cual me lo llegó a presentar mi padre en los corrales de la plaza en donde estaba una corrida de Garabato y, como siempre que había festejo, solía ir a ver los toros antes del sorteo. Tendría entonces yo unos cinco o seis años y siempre me quedó la sensación de que era un gigantón, con un timbre de voz algo fuerte, cuyo tono, sin llegar necesariamente a provocar temor, obligaba a prestarle atención, aunado a que siempre traía fajada al cinto a Doña Genoveva, como denominaba al enorme pistolón que siempre lo acompañaba, al igual que su enorme e infaltable puro. Otro ganadero que expresaba su simpatía por El Calesa era don José C. Lomelí, de Corlomé.
Podría tratar de seguir enumerando a otras distinguidas personalidades, pero temo que podría llegar a convertirse en un catálogo de quién era quién en Aguascalientes en esos años y a lo mejor corro el riesgo de etiquetar como caleserista a personas que militaban dignamente en el bando de los rafaelistas como fue el caso de Jorge López Yáñez, Ramón Morales, los hermanos Jaime y Juan José Macías, el Dr. Antonio Ramírez, Bernardo Herrera, Chito Ponce, el Dr. Oscar Hernández Duque y su sobrina Martha, los cuales aunque asiduos asistentes de sombra, nos demuestran que esa partición caprichosa de los dos bandos divididos por la localidad, es antes que nada una simplificación de una pasión que desbordaba los límites arbitrarios de clase social. Aunque para terminar con este apartado quiero dejar apuntado que mientras se vio natural que Calesero se casara con doña Alicia Ibarra Mora, miembro prominente de una familia reconocida en la localidad, en tanto la unión de Rafael con doña María Teresa Arellano Madrazo, recibió algunas críticas de esa sociedad, que sin tener vela o justificación para opinar fruncieron el ceño y cuestionaran dicha unión, que en rigor era un asunto de dos; pero ya sabemos que pueblo chico, infierno grande...
¿Lucha de clases?
No había que ir muy lejos para encontrar de manera inmediata, con esos antecedentes y sin necesidad de tener brochazos de marxológo, la comparación fácil de una lucha de clases que se dirimía, año tras año, durante la Feria de San Marcos, en el ruedo del centenario coso de la calle de Democracia: ricos versus pobres, curros versus descamisados, los de sombra frente a los de sol.
Sin embargo, creo que esa rivalidad va más allá de la lucha de clases o quizás mejor dicho la trasciende, con algo más importante y que con el paso de los años se ha perdido en la afición aguascalentense: la emoción, el interés profundo por la fiesta y que esta fuera cosa atractiva, aun para los no aficionados. Aquellos que no iban a la plaza solían acercarse, con genuina atención, a los conciliábulos de taurinos, que se formaban, ya fuera en la legendaria Bolería Calesero, en el Parián, o los cafés de la época, para preguntar como habían estado el Calesa y el Volcán, aun cuando no fuera tiempo de feria. Los toros eran tema de cuidado general y vital para los aguascalentenses.
En la década de los ochenta pudo haberse dado una rivalidad semejante, pero ya sea por miopía de los empresarios o porque eran ya otros tiempos, simple y llanamente, los Armillita y los Sánchez, nunca pudieron llegar a la cima de ser símbolos o paladines de un enfrentamiento épico, cuyas hazañas en el ruedo, repercutieran más allá de las puertas de la Monumental o el ceñido mundo de los toros, para volverse personajes emblemáticos que representaran a sectores amplios de la población.
No puedo asegurar que Calesero y Rafaelillo dividieran, hasta el encono, a las familias, pero si me consta que en mi casa mi padre defendía a capa y espada su predilección por la exquisitez taurina del oriundo del Barrio de Triana, frente a la forma atrabancada de encimarse en los toros de Rafael, al tiempo que mi hermano mayor, Manuel, intentaba convencerlo de la profundidad y valía del Volcán, sobre todo después de que su franela se viera influida por don Fermín Espinosa Armillita, al grado de que algunos aficionados de aquellos años están dispuestos a sostener que hubo dos Rafaeles, uno de los primeros años en que era todo ímpetu, enjundia y valentía, mientras que a partir de 1954 o 55, había emergido otro, el cual hacía el toreo más reposado y con mayor sentido de las formas clásicas. Discusión que en el momento era bizantina, tanto en mi hogar, como en las tertulias de la ciudad, porque como ya lo he señalado antes, ambos toreros se tornaron para aquí arquetipos, modelos y como tales había que aceptarlos o desecharlos. Se era y quizás aún hoy día en Aguascalientes se es Caleserista o Rafaelista, antes que otra cosa, como aficionado a los toros.
Posdata o Toro de Regalo
Tenía yo doce años cuando un 24 de abril, debido a un compromiso de última hora que le salió a mi padre, cuando estábamos al filo del mediodía, en las instalaciones de la Exposición Ganadera, durante la Feria, me dice que no va a poder ir a la corrida de ese día, pero que consideraba que ya estaba lo suficientemente grande para ir yo solo a los toros. Me entregó tres boletos de sombra, para que regresara dos en las taquillas y el otro lo usará para entrar, procurando sentarme, más o menos en los lugares de costumbre, a la mitad del tendido de sombra, cerca de donde se pone el Juez de Plaza en la San Marcos, porque allí habría gente conocida por si algo se me ofrecía y lejos de los malditillos de sol. Sin embargo uno era joven y hete aquí que me entra la ambición y por lo pronto en lugar de ir a buscar a don Julián Rodríguez para devolverle los boletos, me arriesgué a venderlos en la reventa. Resulta que me encuentro a unas personas que necesitaban tres y que traían un boleto de sol, por lo que me ofrecen el trueque, dándome a ganar lo de uno de sombra, que en aquellos años valían $40.00 pesos y los de sol $20.00 o sea que me dieron $120.00 y la entrada de sol. Feliz estuve en la corrida disfrutando de las habilidades de Carlos Arruza El Ciclón con su toreo a caballo, a Luis Procuna en una de sus tardes desafortunadas, mientras que Calesero cortaba la oreja de su primero y Gabriel España cumplía con el compromiso de salirle a un bravo encierro de La Punta. Claro que durante el festejo tuve buen cuidado de esquivar las bombas, o mejor dicho los calcetinazos de anilina, al igual que los baños de cerveza de segunda, para que no me fuera a descubrir mi papá al llegar a la casa; pero en cuanto abrí la puerta del hogar, ya estaba mi progenitor con una cara de pocos amigos, solicitándome explicaciones, porque nuestro vecino Pancho Muñoz, le había ya dado la reseña de la corrida, agregando el comentario de que me había visto en el tendido de sol. Así fue que descubrí que había un pueblo que nos vigilaba.
No tiene caso detallar el regaño de santo y señor mío que se me echó, por cometer el desacato de arriesgarme a ir a sol, donde se corrían enormes peligros con los pelafustanes que allí asistían. De nada me valió que regresara con la ropa impecable de limpia, no había excusa y por lo tanto el día siguiente se me castigaba negándoseme la ida a la corrida. Y claro que mi osadía tuvo un enorme peso histórico, porque resulta que ese 25 de abril toreaban mis favoritos Calesero y Luis Procuna, junto con Rafael Rodríguez.
Creo que a estas alturas del relato ustedes ya adivinaron que fue la tarde de la apoteósica faena a Poeta de San Mateo y así me convertí en uno de los pocos aficionados que se perdieron de contemplar dicha hazaña, entre más de doce mil aficionados que sí pudieron hacerlo. Sí, ya sé que el aforo de la San Marcos, es sólo de cuatro mil espectadores, pero con el paso del tiempo han sido tantos los que me han contado que estuvieron esa tarde en la plaza que entonces ese día, en lugar de milagros de panes, hubo multiplicación de asientos.
Siete años después, a la cita que no falte fue a la de estar la tarde del 13 de febrero de 1966 en la antigua Plaza San Marcos, para ser testigo de la despedida en Aguascalientes de Calesero encerrándose con seis toros de diferentes ganaderías.
La apoteosis en esa legendaria corrida vino en el quinto de la tarde, un toro de Reyes Huerta al cual indultó, y le colocó el único par de banderillas que ejecutó: un enorme par al quiebro al filo de las tablas, cuya visión me ha perseguido siempre, pues aunque si hago un esfuerzo, por recordar algunos otros detalles, como una serie de verónicas en que fue sacando al toro a los medios, siempre, pero lo que es siempre, si alguien me pregunta cuáles son las imágenes de ese arte efímero que es el toreo se me han quedado más grabadas, indudablemente que la número uno es ese inmortal momento en que Calesa clavó ese portento de suerte, en el segundo tercio, y dado que el tiempo siempre hace grande al pasado, no creo que otro detalle llegue a quedárseme impreso en el fondo de mi corazón taurino, como ha quedado clavado ese par al quiebro.