A últimas fechas entre muchos aficionados a la Fiesta ha corrido una versión noticiosa acerca de que una asociación norteamericana que pregona el llamado trato ético a los animales ha sido señalada, a partir de sus propias estadísticas, de sacrificar sin causa o razón aparente a una gran cantidad de mascotas.
La información de mérito me da ocasión para terminar de presentar a Ustedes la parte final del tríptico que entre el 31 de mayo y el 6 de junio de 1929, publicó el torero Ignacio Sánchez Mejías en el diario Heraldo de Madrid, para defender de la Fiesta de los Toros y señalando desde su punto de vista, las incongruencias en las que incurrían – y siguen incurriendo, porque el discurso es esencialmente el mismo – las personas y entidades que afirman defender a los animales.
En esta tercera entrega, el diestro sevillano plantea la inoperancia de los argumentos de las sociedades protectoras de animales, así como una serie de argumentos que van incluso, a señalar algunas contradicciones en las que incurren algunas corrientes filosóficas que pretenden igualar a todos los seres vivos.
El artículo de cuenta es el siguiente:
«Fakires contra teólogos»
Probado que el toro es una fiera y el caballo no debe morir si observa el picador las reglas del toreo, sólo nos resta demostrar que el hombre está libre de todo percance si se sujeta a estas mismas reglas. Pero esto no interesa a los nuevos sentimentales de la Sociedad Protectora de Animales y Plantas. «Un cadáver más, ¿qué importa al mundo? – dirán ellos –. La cuestión es que no sufran los animales.»
Ante tan extraña manera de sentir no tenemos más remedio que acordarnos de la India. Entre aquellas tribus intolerantes v fanáticas (no solamente las sectas se tienen un profundo y recíproco desprecio, dice Laurent en su Historia de lo Humanidad, sino que los viajeros hablan de colisiones, verdaderos combates, que turbaban frecuentemente las fiestas. En el año 1760, dice en la nota cuarta, página 106, tomo 1, hubo una batalla formal entre dos sectas con ocasión de la fiesta de Haridwara, y la secta de los Bairagis perdió 18.000 hombres en la batalla. Ritter, Asia, tomo II, página 911 y 912, fue, seguramente, donde los anglosajones pescaron la enfermedad de la sensiblería ante los animales. Leamos, para convencernos, las noticias que nos proporciona en su viaje a la India H. P. Blavatsky en el año 1870: «No sólo hay en cualquier ciudad, por ínfima que sea, un hospital sanatorio para animales enfermos, sino que sus sacerdotes llevan siempre una especie de bufanda de muselina a fin de no destruir el más ínfimo mosquito de los que en el aire pululan.» ( ... )
«El Pinjarapala de Bombay (hospital sanatorio para animales) ocupa un barrio entero de la ciudad, y está distribuido entre prados, jardines y patios con abrevaderos, jaulas para fieras y cercados para animales domésticos. En el primero de los patios no vimos animales, sino centenares de espectros humanos: ancianos, mujeres y niños. Eran los indígenas que restaban de los distritos del hambre, caídos sobre Bombay como mendigos. Así, al par que pocas yardas más allá los Wets, o curanderos oficiales, estaban ocupados en la tarea de vendar las rotas patas de un chacal, en derramar aceite caliente sobre los ulcerados lomos de perros sarnosos y en apuntar muletas a cigüeñas lisiadas, muchos seres humanos se morían de hambre allí mismo. » (…)
«Por dicha de aquellos famélicos seres humanos, había a la sazón menos animales aislados que de ordinario, v así eran alimentados con los residuos miserables de las bestias allí recogidas.» ( ... )
¿Es ahí donde vamos a parar? ¿No les asusta a los nuevos sentimentales (antiguos por estos datos) las consecuencias que esto entraña? Sigamos leyendo a la Blavatsky:
«Más allá nos mostraron a un santo hombre que estaba alimentando insectos con su propia sangre. Yacía tendido en el suelo y con los ojos cerrados) recibiendo de lleno los caliginosos rayos del sol, cubierto de todo género de hormigas, moscas) mosquitos y chinches.
- Ellos son todos hermanos nuestros – observó con gran dulzura el guarda –. ¿Cómo vosotros, los europeos, podéis matarlos y hasta devorarlos?
- ¿Qué haríais, pues, vos – interróguele – si tratase de morderos esa terrible serpiente? ¿La mataríais si ella os diese tiempo?
- Por nada del mundo – respondió –. La cogería con cuidado y la pondría en libertad en algún paraje desierto fuera de la ciudad.
- ¿Y si os mordiese?
- Recitaría tranquilo un «matrán», y si ello no producía el debido efecto) me resignaría a la ley del destino y dejaría este cuerpo) cambiándole por otro.»
Ya llegamos, casi sin proponérnoslo, al origen de los nuevos sentimentales de las Sociedades protectoras de animales. Metempsicosis. Reencarnación. Religión primitiva. Brahamanes. Budismo. ¿A qué hablar de la muerte del hombre en las corridas? El toro, el caballo: eso es lo que importa. El toro con el alma de un pariente... Y el ser humano impotente, cobarde, tendido al sol, freno del progreso, alimento de moscas y chinches.
Todavía la religión moderna, la religión civilizadora, el cristianismo se sitúa ante el espectáculo español caritativamente, humanitariamente, y, por boca de Pío V, Gregorio XIII y Sixto V, dice: «Prohíbo vuestras corridas de toros porque en ellas tienen que morir hombres, nuestros hermanos». Y como también la posición era falsa, se procede al recurso de alzada ante el rey, contra el Papa y el obispo de Salamanca, autor de las pastorales. Y es el propio fray Luis de León el que redacta y firma el documento, en compañía de D. Sancho Dávila, rector de la Universidad de Salamanca (cuando la Universidad de Salamanca daba lecciones de saber al mundo entero), y el obispo de Jaén, Cartagena y Sigüenza: Enríquez Gallego y el notario de la Universidad, Bartolomé Sánchez. Ahí está, en la obra del marqués de San Juan de Piedras Albas, el testimonio escrito de los teólogos moralistas salmanticenses defendiendo la licitud del arte de torear, basándose «en la destreza, agilidad y conocimiento de los toreadores españoles, aptos para burlar las acometidas furiosas de los toros. En la conveniencia privada y pública de la lucha con la fiera, que fortifica los organismos, sirve de preparación militar y estimula el valor necesario para la guerra, a pesar del riesgo que tiene tal entrenamiento de mutilaciones y hasta la muerte».
Considerando, además, que los ejercicios ecuestres han proporcionado mayor número de desgracias que las prácticas del toreo, sin que a nadie se le ocurriera condenarles respecto de clérigos, y menos todavía de seglares, con perfecta lógica para los teólogos carmelitas descalzos, la asistencia a los espectáculos taurinos es lícita, porque no se opone a la «ley natural», pues si se opusiera lo prohibido a los clérigos no podría autorizarse a los seglares.
Consecuencia de todo esto es que las fiestas de la canonización de Teresa de Jesús se celebran con corridas de toros, y la propia Compañía de Jesús pide permiso al Cabildo de Sevilla para poner en segundo lugar, inmediatamente después de las fiestas religiosas que conmemoraban a San Ignacio de Loyola, una lucida fiesta de toros y cañas.
¿A qué seguir? Faquires frente a teólogos. A poco que profundicemos en estas cosas llegamos al convencimiento de que el arte de torear, a pie ya caballo, entre los oscuros medios de que se valen la civilización y el progreso, está situado por encima de las Sociedades protectoras de animales y plantas, y de que los toreros en activo laboran por la humanidad en mejor ruta que los nuevos sentimentales.
En su argumentación, Ignacio Sánchez Mejías deja claro que todos los postulados que tienden a la defensa de los animales pasan por alto la posibilidad de la muerte del torero en el ruedo – años después él mismo sería una de las llamadas víctimas de la fiesta – presentando una visión sectaria, parcial e interesada del tema.
Pero no soy yo quien ha de formar un concepto a partir de la opinión del torero, sino que cada uno de Ustedes, a partir de la lectura de su artículo, podrá formarse el suyo propio. Ojalá lo encuentren de interés.
La versión original del artículo la pueden encontrar en esta ubicación.