sábado, 18 de julio de 2020

En el centenario de Carlos Arruza (IX)

18 de julio de 1944: Carlos Arruza confirma triunfalmente su alternativa en Madrid

Anuncio de la confirmación de Arruza
Hoja del Lunes 17 de julio de 1944
El 12 de abril de 1936, Valencia II le cedía el primero de los toros de Pallarés a Ricardo Torres en presencia de José Amorós y Pepe Gallardo para confirmarle su alternativa, inaugurando así esa temporada madrileña. Un mes después vendría la orden ministerial que exigía a los toreros extranjeros en España un permiso de trabajo para poder actuar allí y con ella se inició lo que coloquialmente se conoce como el Boicot del Miedo. A partir de esas fechas y con una Guerra Civil de por medio, transcurrieron ocho años, tres meses y seis días para que un torero mexicano pisara de nuevo la arena de la plaza de toros de Las Ventas vestido de luces.

Las circunstancias se produjeron de forma tal que el diestro que reanudaría el camino de nuestros compatriotas en los cosos hispanos sería Carlos Arruza, alternativado en el Toreo de la Condesa el 1º de diciembre de 1940 por Armillita.

1943 estaba ya avanzado. Al llegar a tierras lusitanas, la buena fama dejada en temporadas anteriores – a pesar de no poder actuar en España, los toreros mexicanos hacían verdaderas campañas en Francia y Portugal por esas calendas durante el verano – motivó a los empresarios a hacer la corte a Arruza y a proponerle actuar en esas tierras. El futuro Ciclón Mexicano se negaba, aduciendo que no iba preparado para torear, hasta que en un determinado momento la oferta fue tentadora. Cuenta Alberto Abraham Bitar:
Desde que Arruza llegó a Portugal, se dio a tramitar la visa para entrar a España y cuando la obtuvo, de nuevo se le acercó el empresario diciéndole que reconsiderara su decisión, a lo que Arruza se negó, diciéndole que no tenía ni con qué, ni avíos ni ropa de torear, pero el lusitano insistía un día sí y otro también, hasta que, harto Carlos ya de todo aquello y para que lo dejara de importunar, le dijo: ‘Mire, si de verdad quiere que toree lo haré pero bajo estas condiciones: cincuenta mil escudos por corrida, pero deben de ser dos, una con Domingo Ortega y la otra con Manolete...’ El compatriota pensó que con esas pretensiones lo dejaría en paz y acertó, porque el empresario le dijo: ‘¡está usted loco!...’. Carlos vivía en casa de Ginja, así que sus gastos eran diversiones y paseos, pero tanto fue el cántaro al agua, que los dineros se fueron mermando y todavía tenía en capilla el viaje a España y sus consiguientes gastos. Así que, a vender tocan y se deshizo del formidable Lincoln, por el que le pagaron lo que quiso ya que en esos años eran muy escasos los coches de lujo en Europa. Estaba a punto de irse a España cuando lo invitaron a una comida que le ofrecían a Gregorio García y ahí se encontró con el empresario lusitano que volvió a insistirle para que toreara en Campo Pequeno: ‘Mire, ya sabe cuáles son mis condiciones, así que, por favor, no insista…’. ‘Bueno, sea, yo no sé quién estará más loco, si usted o yo, aunque creo que yo, así que mañana lo espero para firmar el contrato…’. Carlos no podía ni creerlo, nunca esperó un sí, pero a partir de ese momento comprendió que tenía que cambiar de vida, ya que para todo estaría muy bien pero no para ponerse enfrente de un toro. Además, no tenía nada para torear, capotes y muletas tal vez se los prestarían Rivera o El Ahijado, pero ¿vestidos, medias, zapatillas, camisas, fajas, capote de paseo y lo demás?...
Al final de cuentas, esas dos corridas le sirvieron a Carlos Arruza de preparación y de reencuentro con el toro europeo y le dejaron enseñanzas para toda la vida, según su dicho:
En aquellas dos tardes alternando con esos señorones que fueron Domingo Ortega y Manuel Rodríguez ‘Manolete’, aprendí más que en toda mi vida pasada y en lo que viviría después... ¿Y eso?... Mira… los impactos que recibí fueron algo así como dos revelaciones del cielo. Por un lado, la sabiduría y el poder de Ortega, que metía a los toros en su muleta como si jalara de ellos y Manolete, pisando terrenos increíbles, pasándose a los toros a dos dedos de la faja y con una naturalidad que te dejaba con la boca abierta...
Tras de esos dos festejos se arregló su visado español y se trasladó a Madrid a reunirse con su madre, pero sin dejar de recibir ofertas para torear en Portugal y en Francia. En Madrid se encontraba ya Antonio Algara, empresario de El Toreo, intentando resolver la interrupción de relaciones taurinas entre España y México. La narración de Bitar es como sigue:
Más ofertas para torear, y que Carlos no aceptó, ya que lo que ansiaba era reunirse con su madre en Madrid y para España se fue y por allá se encontraba don Antonio Algara con el fin de arreglar el reprobable boicot que la torería hispana le había decretado a los nuestros, aunque, en el fondo de todo ello estaba el deseo – orden – del zar de la fiesta en México, Maximino Ávila Camacho, para que Manolete pudiera vestir de luces en México. Convencidos los de allá de lo mucho que habían perdido por el llamado boicot del miedo, aceptaron y, entonces, para celebrar el arreglo, se pensó en organizar dos corridas de la Concordia, una en México y la otra en Madrid, con matadores de ambos rumbos y para hacerlo en Madrid, se pensó en Fermín Rivera, sólo que estaba impedido de hacerlo, ya que estando en Portugal no había arreglado la documentación para pasar a España, así que no había más opción que Carlos Arruza, que era casi desconocido en España…
Es así que se anuncia para el 18 de julio de 1944 un festejo en el que se lidiarían, un novillo de Manuel González para el caballero lusitano Simao da Veiga y toros salmantinos de Vicente Muriel para Antonio Bienvenida, Emiliano de la Casa Morenito de Talavera y la presentación en Madrid y confirmación de alternativa del torero mexicano Carlos Arruza. Sigue narrando Bitar:
El matador de toros mexicano ideal para la ocasión era Fermín Rivera, pero entre que no había arreglado su visa para ingresar a España y a que tenía firmada una corrida en Lisboa, no había más remedio que echar mano de Carlos, cuyo nombre poco decía a los madrileños... En tanto, don Andrés Gago, que de toros sabía un rato largo, consiguió que la estupenda cuadrilla de Pepe Luis Vázquez saliera con Arruza, ya que el sevillano estaba convaleciente de una fractura de clavícula, y cuando parecía que los nervios se iban calmando, no faltó quienes fueran a decirle a Carlos que un grupo de matadores, inconformes con lo del arreglo, se le iban a tirar al ruedo en bola para tundirlo a palos, que otros irían a la plaza a reventarlo de continuo y, cómo decimos en México, para acabarla de amolar, no tenía traje para torear... Telefonazos incesantes al sastre Ripollés, que lo único que respondía era no desesperen que todo llegará a tiempo, pero nada, así que algunos de los allegados fueron a ver a Manolete para pedirle les facilitara un traje para Arruza, a lo que accedió galantemente, y aunque ni remotamente le quedaba pintado al compatriota al menos como dicen que decía un tuerto algo es algo...Y cuando Carlos tenía ya puesta la taleguilla llegó Ripollés, así que a desvestir al matador para volver a vestirlo...
Al final de cuentas las cosas se encauzaron, Carlos Arruza tuvo la posibilidad de sortear los obstáculos que las circunstancias le fueron poniendo para su presentación madrileña y terminó la tarde con un gran triunfo, que le permitió abrir, junto a Manolete, una etapa brillante en la historia del toreo. La crónica más acabada literariamente es la que escribió don Celestino Espinosa R. Capdevila, en su tribuna de Arriba, del 19 de julio de ese 1944, titulada Un rehiletero portentoso y es de la siguiente guisa:
Para Carlos Arruza pidieron la oreja ayer tarde, en el tercio de banderillas. Y por si hubiera alguno que echara la cosa a mala parte, dada la significación que llevaba la corrida en sí, conviene decir en seguida que esa petición no se hizo por hache o por be, sino por eso. Por las banderillas… No es que a mí me parezca ni bien ni regular que se pida la oreja por un quite, ni por una estocada, ni siquiera por una faena. La oreja se debe pedir por la lidia completa de un toro, Pero eso es otra cosa. Es otro problema. Distinto en absoluto del hecho y de la afirmación, de que ayer se pidiera una oreja por un tercio de palos. Y se pidió. Y tiene explicación… Arruza, el ultramarino simbólico de la corrida de ayer tarde – a quien saludo desde aquí con la frase morisca y poética «Y la paz» – venía precedido de fama de banderillero y confirmó ese renombre a los cinco minutos de estar en la arena. Por facultades y conocimiento, por facilidad y seguridad, los dos primeros pares que le puso al manso de su confirmación, fueron bastantes de por sí para extenderle cédula de banderillero grande: ¡Qué bien había andado, o mejor dicho, corrido! ¡Qué forma de medir y de llegar, de calcular y de asomarse, de levantar los brazos, de hacer el apoyo y salir! Pero cuando se le vio del todo, fue en el tercer par: Cuando con el toro en tablas del burladero de cuadrillas, el muchacho echó a andar desde los medios, meciendo los brazos de un modo originalísimo – acompasado con los pasos y subiendo y bajando los palos como colgándose de ellos o apoyándose en ellos – y yendo hacia tableros, hasta media docena de metros del toro, como si el toro no estuviera allí. Como si el toro no estuviera allí, aguardando… Se estaba metiendo en la jurisdicción de la enfermería – y no lo digo porque el terreno fuera aquel – y seguía y seguía como si se hubiera quedado ciego. Daba angustia. Aún cuando no hubiera clavado, que clavó – ¡Y cómo clavó! – la cosa estaba vista. El rehiletero estaba visto… Pero no estaba visto, por lo visto. Porque faltaba ver lo que se vio en el cuarto toro, después de otros dos pares en los que el tal Carlos Arruza confirmó lo que teníamos visto de su medir y de su andar, de su entrar y salir, de su clavar y, sobre todo, del ritmo con que mantiene – con los brazos arriba y abajo – su camino de ciego hacia el toro. De ciego de valor, que se mete tan hondo en el campo de las astas como mete de hondos los palos junto a sus propias zapatillas mientras anda y como las alza luego igual que alza los brazos en el instante de clavar, que no se cómo no le saltan las sisas de la camisola… Todo estaba visto, como digo, cuando repitió en el cuarto toro. Pero quedaban dos encuentros de más sorpresa aún. Y no se cual más portentoso, si el tercero o el que vino por fin… El tercero fue un par que declaro no haber visto jamás y que ni siquiera sé cómo se llama. Arrancársele al toro en el tercio, desde bastante más allá de los medios, en una carrerilla decidida y sin posible enmienda que viene no en zig – zag – no en la línea quebrada y de pasitos cortos que para cuartear le vimos muchas veces a ciertos rehileteros – sino en una ondulada sinuosa de curvas amplísimas como la de un velero que nada a bordadas, y todo ello sin perderle la rectitud al toro, es cosa que da vértigo. ¿En dónde está el encuentro? ¿De qué manera se compensa cualquier error de cálculo que pueda producir el asombro – en sus dos acepciones – del toro? ¿Y, por fin, cómo puede medirse la «metida» que hacen los cuernos de la res con la «caída» de los palos (que aquí también seguían yendo abajo, a su ritmo, igual que bastones de aquella carrera o aquél andar de ciego de que antes hablábamos)?... ¡Ah señores!: Pregúntenle a Arruza, que yo no lo sé. Peor me explico ese último par que puso. Porque es éste, que fue de poder a poder, para explicarse aquél asombro bastará con pensar en el poder enorme de este muchacho. Por él solamente y salvando el resto de las incógnitas que me he dejado en el camino, se puede explicar que tras de tantos inconvenientes, las ocho banderillas se quedaran primero derechas y luego en abanico o en rosa de los vientos sobre el morrillo de la res. ¿No iba a pedir la gente que le dieran la oreja al muchacho? Pues, claro que sí… Y eso que he dicho «claro», y no está tan claro. Porque, si bien pedida estaba, también lo hubiera estado el pedirla – o mejor, el obtenerla – para Antoñito Bienvenida. Una gran tarde la de Antonio. Una tarde de casta. Muy justa. Muy exacta. Y con dos mansos, por falta de uno. Con numerosas muestras de buen lidiador, a lo largo de todos los toros. Con sabor de torero. Y con nervio torero para no venirse abajo a lo largo de todas las dificultades. Morenito se vino abajo, una vez más y Antonio no. Y es que hay que estar hasta contra el público. No digo en contra, sino contra sus malas corrientes… Las malas corrientes, pasan. El público se entrega. El público hasta pide la oreja por un tercio aislado. Y conste que no lo digo como censura a lo de ayer. Lo de ayer me parece muy bien. Porque aparte de todo – y añadiéndole a todo, cuanto detallo en la reseña – Arruza es un rehiletero portentoso. Y como estuvo muy brillante y con dignidad torera en la faena y la estocada con las que coronó su inolvidable tercio de rehiletes, le doy la bienvenida. Y la paz…
Don Celestino Espinosa no repara en los trofeos obtenidos por Arruza esa tarde, retazos de toro al fin y revisando la prensa de la época, existe alguna controversia en ella acerca del número de orejas que cortó esa significada tarde de su carrera. Manuel Sánchez del Arco Giraldillo, en el ABC madrileño del día siguiente del festejo, le registra una oreja del cuarto, llamado Figurón. Por su parte, el cronista de la agencia Logos, en el diario El Adelanto de Salamanca, de la misma fecha, señala que cortó dos orejas a ese mismo toro, al igual que un cablegrama de la agencia Associated Press aparecido en el periódico El Informador de Guadalajara ese mismo 19 de julio del 44. Por su parte, Paco Aguado, en su obra Figuras del Siglo XX, al glosar la carrera del Ciclón Mexicano, también le recuenta dos orejas en la fecha.

Así pues, probablemente la tarde de su presentación fue también la de su primera salida en hombros de la plaza de Las Ventas, aunque no estuviera regulado en aquellos días el hecho de que la salida tuviera que ser por la obtención de dos orejas o más dentro de un festejo, porque esa es otra cuestión, las crónicas ya citadas únicamente reflejan que Arruza y Bienvenida se retiraron entre ovaciones, pero no consignan que lo hayan hecho en volandas.

Así se inició lo que sería una carrera fulgurante en los ruedos hispanos de un torero mexicano que al año siguiente establecería una marca que aún no ha sido alcanzada por compatriota suyo alguno.

Aclaración pertinente: Hace seis años publiqué otra versión de este texto en esta misma Aldea, consultable aquí.

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