Fotografía: Manuel Vaquero. © Archivo Ragel. Cortesía: Carlos González Ximénez |
Para su actuación del 22 de septiembre de 1935 en la plaza de toros de Las Ventas de Madrid, Juan Belmonte hizo saber que esa sería su postrera presentación vestido de luces ante el público de la capital española. Y se fue triunfalmente, cortando el rabo al toro Ocicón de don Francisco Sánchez de Coquilla, corrido en cuarto lugar esa memorable tarde.
Apenas un año antes, al reaparecer ante la cátedra, había cortado, en la cuarta corrida de toros que se ofrecía en ese nuevo escenario, el primer rabo de su historia, a Desertor de doña Carmen de Federico. Eran los tiempos en los que se podía ser el primero en varias cosas en esa plaza. Así, Fortuna mató el primer toro en ese ruedo, Hortelano, de Juan Pedro Domecq, antes Veragua; Maravilla cortó allí la primera oreja; Armillita y Domingo Ortega dieron la primera gran tarde de toros y podemos seguir en una sucesión de primicias, pero no es aquí el caso.
La reproducción del hecho en La Voz |
El día en el que probablemente su amigo Sebastián Miranda le hizo entrega del busto que carga en la imagen que da pie a que meta yo los míos, Juan Belmonte pronunció lo que sería su última lección magistral ante la afición de Madrid. Y lo hizo vestido de plata, así como cuando el día que reapareció, su vestido iba bordado en hilo blanco. Federico M. Alcázar, que por esos días tenía su tribuna en el diario La Voz, expresa estos pareceres acerca de la comparecencia de El Pasmo esa señalada tarde:
...Yo no sé si esta nueva estética llegará a su completa realización o quedará sólo en Belmonte, pues depende de que encuentre otro genio interpretativo – no creador – que lleve la lleve al término de su desarrollo dándole cabal y perfecta expresión... Yo no sé si Belmonte se va o se queda y si la de ayer es la última o penúltima corrida que va a torear. Si no es merece serlo, para que su recuerdo quede en la memoria de la afición... Como amigo, quiero que se marche y no se exponga a los riesgos que tiene la profesión, a pesar de que el riesgo – como ha dicho D'Annunzio y ayer me recordaba Sebastián Miranda –, es el eje de la vida sublime... ¿Qué faena fue la mejor? Las dos: pero de más mérito la del cuarto. Y el mérito de esta faena no radica en el número y calidad de los pases... sino en ver dónde estaba la faena y realizarla precisamente allí. En darle al toro lo que pedía... Y después de torear, matar. Y matar bien, esto es, con estilo de matador. Una tarde de apoteosis, con la oreja del primer toro, las orejas y el rabo del cuarto y un público enardecido que no cesa de aclamarlo delirante, loco de entusiasmo...
La conclusión generalizada de quienes vieron al torero de Triana irse de los toros por propia decisión, era de cierta extrañeza. Se veía pleno de facultades y anunciando, como lo apunta la crónica de Alcázar, una nueva manera de hacer el toreo. Así también parece advertirlo Federico Morena, de El Heraldo de Madrid, que reflexiona lo siguiente:
...El traje que lleva puesto – corinto y plata – es un símbolo. La montera también. Son – o lo parecen al menos – de aquella época, de la época de la alternativa. Representan cuanto de viril y grandioso tenía el toreo entonces. Representan también cuanto aportó al toreo Juan Belmonte, el verbo, el generador del nuevo arte... Los discípulos de Juan han aprendido, al cabo del tiempo, a parar y a templar. En esto alcanzan, sin duda, un alto grado de perfección. Pero no han dado con el secreto de ligar, pese a las lecciones que el maestro ha explicado en reiteradas salidas...
Lo que Morena y Alcázar, ambos en su éxtasis por el triunfal adiós de Belmonte no alcanzan a vincular, es que unos cuantos años antes, otro torero sevillano – y trianero también – Manuel Jiménez Chicuelo, había encontrado la manera de reunir las piezas de ese rompecabezas suelto que implica el parar, templar y ligar al mismo tiempo. Lo había hecho ya en el viejo Toreo de México con los toros Lapicero y Dentista, ambos de San Mateo en 1925 y que en la Plaza de la Carretera de Aragón que estaba a punto de sucumbir a la picota, lo dejó patente con el toro Corchaíto de Graciliano Pérez Tabernero.
La entrega del busto vista por Martínez de León en el diario madrileño El Sol |
Quizás ese 22 de septiembre de 1935, cuando para lidiar esa corrida de Francisco Sánchez de Coquilla se acarteló con Marcial Lalanda y Alfredo Corrochano, Juan Belmonte decidió que era ya la hora del adiós, era porque sabía que el círculo se había cerrado y que, sus continuadores tendrían, a partir de ese momento la responsabilidad y el peso de llevar adelante la evolución del toreo.
Agradecimiento: Se lo expreso a Carlos González Ximénez, custodio y titular del Archivo Ragel, por haberme permitido utilizar la imagen que me permite expresar estas ideas y reciclar este texto publicado originalmente en su Tauropedia en mayo de este año.
Aclaración: Rebuscando sobre el tema, me encuentro en el ejemplar del semanario madrileño Crónica, aparecido el 29 de septiembre de 1935, una reseña firmada por Federico Piñero, en la que asegura haber visto esta corrida acompañado por el escultor Sebastián Miranda y que el que entregó el busto a Belmonte, fue un joven aficionado. La reseña de mérito, la pueden consultar aquí.
Xavier
ResponderEliminarComo siempre (y no es adulación) otra magnífica entrada
Un abrazo
Xavier:
ResponderEliminarTú tienes una memoria muchísimo mejor que la mía y lo mismo recuerdas cuánto hace que un maestro se corta la coleta, pero un maestro de los considerados imprescindibles, de esos que dejan un vacío que parece que nunca nadie va a cubrir. Se fueron excelsos maestros como Espartaco, Ojeda, Soro, Barrera, Tato, Caballero y otros muchos y no pasó nada; tan poco pasó, que a veces uno duda si algunos se retiraron, si les echaron y si están en la nevera. espero la solución en tu memoria.
Un abrazo