Durante el último tercio de la década de los 50 y la primera mitad de la siguiente, el hijo del Tigre de Guanajuato fue uno de los toreros que fortificaron la tradición y la leyenda del serial de San Marcos. Su depurada tauromaquia era un platillo que la afición de Aguascalientes se solazaba en degustar, pues de los de su generación, es quizás junto con Jesús Córdoba, el torero que mejor dominó el conocimiento de la lidia, de los terrenos y de las suertes precisas para poder dar a cada toro la lidia correcta y adecuada a sus condiciones.
La oportunidad que da ocasión a este comentario, fue el festejo final de la feria en el que alternaron con él Humberto Moro y el utrerano Juan Gálvez, para dar cuenta de un importante encierro de Peñuelas. Las crónicas refieren la actuación del Tigrillo como discreta y como triunfadores de la corrida al encierro de Peñuelas y al linarense Moro que cortó una oreja.
El relato de de don Jesús Gómez Medina sobre lo destacado de la tarde es el siguiente:
El pasado viernes la del toro con nervio y pujanza. En efecto, por obra de los astados de Peñuelas volvimos a apreciar la suerte de varas con todo lo que encierra de emoción y dramatismo; de gallardía y de espectacularidad.
Por obra de los toros de Peñuelas, mal de su grado, visitaron varias veces la inhóspita arena – ¡los primeros tumbos de la Feria! – y también, en dos o tres ocasiones, el poderío de los bureles, aunado a su fiereza, lanzó estrepitosamente a jinete y cabalgadura contra los tableros, para reproducir una escena que arrancada, al parecer, de las añejas estampas de Daniel Perea, conserva aún su abigarrado patetismo.
Fueron los de Peñuelas en suma, fieramente bravos, con la bravura que emociona y entusiasma; con esa bravura, con esa fiereza que son y serán siempre las cualidades esenciales del toro de lidia. Con la bravura, con la fiera acometividad que, desgraciadamente, va escaseando en otras ganaderías; pero que hay que cuidar con todo celo, pues cuando tales características dejan de existir en los cornúpetas destinados al toreo, se habrá extinguido ya esa raza admirable llamada toro de lidia.
A todo esto, digamos que, con tales cualidades, los de Peñuelas tenían mucho que toreárseles, como se dice en el argot taurino. No, no eran los toros de azúcar y mazapán que por faltos de fuerza o de fiereza – de bravura – se antojan inofensivos. No.
A estos bureles había que dominarlos antes de hacerles florituras. Había que poder con ellos, en suma. ¿Lo consiguieron los maestros?...
El programa anunciador del festejo en los diarios invitaba al público a asistir a los corrales de la plaza a apreciar el encierro. Es curioso observar ese detalle, pues si bien la reglamentación exige que los toros estén a la vista unos días antes del festejo, es raro que se invite públicamente a verlos, más bien se trata de evitar, so pretexto de que con la afluencia de público se mueven y se pueden inutilizar.
Al final de cuentas y como decía antes, solamente Humberto Moro logró cortar una oreja al segundo de la tarde, con el que pasó algún momento de apuro en el primer tercio, cuando le echó mano. Por su parte, Juan Gálvez tuvo una tarde de esas para no recordar, en la que se vio sin deseos ni reposo al hacer el toreo.
Juan Silveti seguiría asistiendo a nuestra Feria de San Marcos, aunque ya no lo haría vestido de luces. La fiesta en México ya se comenzaba a manejar de una nueva manera y el respeto a la dignidad de los toreros estaba siendo soslayado, se pretendía tratar a los artistas como jornaleros sin importar la jerarquía que les es consustancial. Por eso él y varios de los de su tiempo decidieron que era el momento de dar vuelta a la página y dar por concluida con lucimiento una trayectoria, que seguir adelante pero sin esa necesaria dignidad.
Hoy le recuerdo en la que fuera su presentación postrera en nuestra feria y como actual cabeza de una dinastía de toreros, que se encamina a encontrar ya a la cuarta generación de matadores de toros en su historia.
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