Mostrando entradas con la etiqueta El Toreo de la Condesa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta El Toreo de la Condesa. Mostrar todas las entradas

domingo, 23 de septiembre de 2012

En el Centenario de José Alameda (IX)


Alameda antes de Alameda (VIII)

José Alameda y Luis Procuna
(Cª 1955)
En esta oportunidad daré un salto atrás en la línea de tiempo que llevaba y les presento la crónica que Carlos Fernández – Valdemoro publicó en el ejemplar número 89 de La Lidia, fechado el 4 de agosto de 1944 y relativo al festejo celebrado en El Toreo de la Condesa el domingo 30 de julio de 1944 en la que alternaron Ángel Isunza, Tacho Campos y Ricardo Balderas para lidiar novillos de Piedras Negras

En esa relación, el joven Alameda va a sostener su gusto por el hacer en el ruedo de Tacho Campos, llegando a defender incluso algunas cuestiones de ese hacer que quizás – y este es un parecer personal – él mismo censuraría en otro.

La crónica de la novillada a la que hago referencia, es la siguiente:

Tacho Campos, el torero del sí y el no 

Si apuramos mucho las cosas y las reducimos al extremo, quedan solo dos clases de toreros; lo que tiene recursos para dominar a los toros difíciles, pero a costa de no mostrar gran calidad frente a los fáciles; y los que llevan el arte a su máxima depuración cuando los toros embisten por derecho, a cambio de no saber cubrirse cuando ofrecen problemas. De estos últimos es Tacho Campos. Y se le advierte tan convencido de ello, que, cuando el toro no es franco, no intenta disimular su falta de recursos, confiando, sin duda, en que ha de bastarle con mostrar su arte extraordinario ante los toros nobles. Y por las trazas, no está equivocado.
El domingo anterior no quiso ver a su primer novillo, al que mató de una estocada contraria, tendida y atravesada, entrando con todas las agravantes.
Pero en quinto lugar salió un astado noble, que embestía por derecho y se dejaba torear. Y, con él, Tacho mostró su arte esplendoroso, hondo, firme, de altísima calidad. Este muchacho representa, como pocos, lo que podríamos llamar el torero del “SÍ” y el “NO”, el tipo de lidiador en el que no caben los términos medios. Tacho no sabe torear mal. Y eso le priva de paliar sus fracasos, pero, en cambio, le proporciona triunfos definitivos.
A ese quinto novillo lo lanceó a la verónica con un arte asombroso, echando la pierna adelante y el capote abajo, pero llevando la mano de afuera un poco más alta que la de adentro, para que así se desplegara y abriese suavemente el capote. Prendió al novillo en sus vuelos, y lo fue templando a la perfección. Es decir, fue graduando el mando, que en eso, y no simplemente en torear despacio, consiste el temple. Además, al llegar al último tiempo de cada lance, Tacho estiraba los brazos, para despegarse al enemigo y poder, así, atraérselo desahogadamente en el lance que seguía. En consecuencia, cada verónica era rica de desarrollo, y se advertían los tres tiempos, que el torero marcó ampliamente, toreando a la distancia justa, que – hay que repetir – no es la mínima. Porque cuando se torea a la mínima distancia, “embarrándose”, el toreo se alicorta, resulta lo que se llama torear “amarrado”, es decir, algo poco airoso, sin soltura, sin el ritmo que crea la verdadera belleza. 
Con la muleta, estuvo también extraordinario Tacho Campos. Citó al novillo de largo y en el tercio. Se arrancó dócil el astado, en recto viaje, y Tacho, con un levísimo, casi imperceptible movimiento de brazos, dibujó un fantástico pase ayudado por alto. Mantuvo la figura estatuaria, majestuosa y, cuando hubo consumado la suerte, ganó un paso hacia adelante y, en esa forma, unas veces quedándose quieto sin abrir los pies – que no es lo mismo que juntarlos en el viaje – y otras echando la pierna contraria hacia adelante, dio cuatro pases de la misma clase, con una serenidad, un aplomo y una reciedumbre que solo tienen los artistas como él, agraciados con el don divino del arte de torear, que, según reza un proverbio español, vino del cielo.
Tras del cuarto pase, tuvo Tacho un rasgo de torero inspirado. Cuando todos esperábamos un quinto pase por alto, Tacho dejó caer los brazos e hizo el remate por abajo, cambiando enteramente el ritmo, en sorprendente y airoso final.
Después, se puso la muleta en la zurda y citó para torear al natural. Pero no se acomodó. Ya le había sucedido eso en la tarde de su presentación, en la que hizo una gran faena, pero sin que apareciesen en ella sus pases naturales de otros años, en que el diestro estaba menos cuajado, pero dominaba esa suerte. Cuando Tacho vio que no se acomodaba de pie, echó mano de un hábil recurso: torear arrodillado. Con esto demostró que tiene picardía, porque el natural con una rodilla en tierra es más fácil. En realidad, equivale a torear con el compás completamente abierto, lo cual supone una ventaja, ya que el toro no pasa íntegramente por delante del diestro y, casi siempre, la suerte es por la cara. Pero, eso sí, Tacho lo hizo muy bien y ligó varios muletazos magníficos, sobre todo uno, que le resultó largo, templado, completo.
También toreó con la derecha, de pie y de rodillas. Y, al hacerlo de hinojos, le vimos algo extraordinario. Porque el último derechazo lo ligó a la perfección con uno de pecho, vaciando al toro con tanto arte como si estuviera toreando de pie. Es de lo mejor que hemos visto hacer a un torero rodilla en tierra. El arte tiene eso: que dignifica y da calidad inclusive a aquello que, en condiciones normales, no suele tenerla.
Para final, Tacho nos ofreció sus bellísimos medios pases, girando a favor del viaje del toro. Los hizo con la izquierda y con pausado ritmo, cuyo raro secreto monopoliza. Pero se confía tanto, que se deja prender con facilidad. Felizmente, no resultó herido.
Mató al noble astado de una estocada caída, sería más exacto decir una estocada baja, sin atenuantes. Verdaderamente, lo bueno que hace Tacho es de tal calidad, que no hay que buscar eufemismos caritativos para designar lo malo. Aquello basta, y, a veces, incluso sobra para neutralizarlo.
Tacho cortó la oreja. Pero – me parece conveniente insistir en esto – lo de menos fue el éxito. Lo decisivo fue la calidad del toreo de Tacho. Cortar una oreja la corta cualquiera y, muchas veces, se ha concedido este galardón a toreros sin arte. Lo que importa, pues, señalar es que Tacho torea con temple, con garbo, con aplomo, con señorío. Y, como el toreo es un arte – o debe serlo –, Tacho merece que se le cuide y aún que se le dispensen sus malas actuaciones, que mientras no madure serán muchas. Porque cuando llega la buena, nos compensa. Y toreros así, hacen falta siempre, para que la fiesta no se burocratice, no se quede simplemente en oficio, que equivaldría a quedarse en nada.
La vuelta al ruedo que dio el ganadero, debióse más que a ese novillo, al cuarto, que embistió desde largo y con mucha alegría. Le correspondió a Ángel Isunza, que venía de triunfar por América del Sur y que fue saludado por el público con una gran ovación. Isunza lo lanceó a la verónica, con los pies juntos y casi en los medios, terreno difícil de pisar y más de mantener cuando los toros no han sido aún castigados y tienen toda su fuerza. Aguantó muy bien Ángel las embestidas y toreó con los brazos, ceñido y alegre, entusiasmando al público. Animado por su éxito, lanceó después por chicuelinas y gaoneras, muy cerca del toro, con lucimiento indudable.
En el primer quite, toreó por chicuelinas antiguas y remató con espectacular larga afarolada. Estaba aprovechando las condiciones del novillo para lograr un éxito, y el tercio iba por el mejor camino. Pero después de la segunda vara, se armó lo que se llama un “herradero”. Y a partir de ahí, la lidia fue confusa, hasta que tocaron a banderillas.
Tomó Isunza los palos y, midiendo muy bien el terreno y aguantando las fuertes arrancadas del novillo, clavó tres pares al cuarteo, con mucha facilidad, con mucho dominio. Fueron tres pares muy lucidos, que valieron a Isunza una gran ovación, e hicieron caer sombreros a la arena.
Zenaido Espinosa había bregado muy bien durante todo el tercio. Pero el público, con notoria injusticia, le silbó, olvidando que para que el banderillero se luzca tiene el toro que estar en suerte y que esto no se logra más que con la intervención de un peón, necesaria en todo caso y plausible si es acertada, como la de Zenaido lo fue.
Con la muleta, Isunza, bravo y animoso, se pasó todo el toro por delante, en varios pases por alto y al natural. Pero el gentío, impresionado por la alegría del toro, empezó a encariñarse con él y a pedir que lo indultaran. Isunza, deseando complacer al público, se puso a preguntar a los tendidos si entraba o no a matar. Era obvio que no podía hacer más que entrar a matar, porque el público puede pedir el indulto de un astado, pero sólo la autoridad puede concederlo. En tales trámites, dejó pasar Isunza el momento oportuno de estoquear y, después, no lo encontró tan fácil como hubiera resultado a su debido tiempo. De un pinchazo, media delantera y un descabello, murió el astado, que recibió los honores de la vuelta al ruedo.
Con el primero, mucho menos cómodo, había estado Isunza muy valiente, haciendo una faena en la que hubo pases de indudable emoción, por los cuales fue ovacionado.
A Ricardo Balderas, que tan torero se había mostrado el domingo anterior contendiendo con dos novillos difíciles, volvió a tocarle el peor lote. Además, Ricardo parecía impresionado por algo extraño a la lidia misma. Acaso fuera el recuerdo de su tío Alberto, víctima precisamente de un toro de Piedras Negras, ganadería a la que pertenecieron los que se lidiaban el domingo. Así se le vio dudar en el sexto, que tenía muchas menos dificultades que aquél segundo novillo que tan magistralmente lidió en la corrida anterior.
Con el tercero, estuvo más sereno, más asentado. El toro comenzó embistiendo muy bien y Ricardo le dio tres verónicas superiores, una de ellas larga, torerísima, en la que el diestro, bien firme sobre la arena, echó los brazos abajo y templó muy bien la embestida. Fue su momento más brillante. Porque, después, el novillo perdió fuerza y alegría y, aunque Balderas lo toreó bien y tiró de él en varios pases naturales, la sosería del astado restaba emoción a la faena, para poner fin a la cual hubo Balderas de pinchar varias veces.
Como fin de fiesta, el doctor Roberto Urbiola regaló un novillo, al que dio varios pases naturales y de costadillo que le fueron cariñosamente aplaudidos. Demostró el señor Urbiola que es el médico que mejor torea y nos hizo suponer que será el torero que mejor cure. Pero, la verdad, hay que decidirse: o al vado o a la puente. Y, desde luego, nos permitimos aconsejarle que opte por la medicina.
En el segundo novillo, tras de haber marrado, agarró los altos Abraham Juárez “Limber” y picó a la perfección, sin taparle la salida al toro. Como yo le he reprochado muchas veces ese defecto, no quiero dejar de felicitarlo, ahora que no empañó con él sus excelentes dotes de buen picador de toros.

¿Incógnita despejada?

Tacho Campos
(Cortesía burladerodos.com)
Al presentar a Ustedes hace unos domingos la relación que el mismo José Alameda hacía de la novillada del 9 de julio anterior, planteaba que hacía referencia a la noción de la toreabilidad para justificar la mala actuación de Tacho Campos esa tarde. En esta crónica creo que sin formar un concepto concreto, presenta algunos elementos que permiten descubrir lo que para él representaba esa idea.

Del texto de lo transcrito entresaco las siguientes expresiones: ...cuando el toro no es franco, no intenta disimular su falta de recursos, confiando, sin duda, en que ha de bastarle con mostrar su arte extraordinario ante los toros nobles... De aquí deduzco que el toro toreable para el joven Alameda debería ser en primer término, franco y noble en su embestida; luego, agrega: ...en quinto lugar salió un astado noble, que embestía por derecho y se dejaba torear..., es decir, a la nobleza se debe sumar la rectitud en la embestida y que ésta no sea molesta, es decir, que el toro se deje torear. Una condicionante más sería la que se desprende de esta expresión: Se arrancó dócil el astado, en recto viaje..., la docilidad, a la que se habrá de sumar una cualidad más: ...al cuarto, que embistió desde largo y con mucha alegría..., la longitud en la arrancada y la alegría en ésta, cuestión que reitera al discutir la procedencia o no del indulto que se pedía para el cuarto del festejo: ...el gentío, impresionado por la alegría del toro... En suma: nobleza, franqueza, alegría, rectitud, claridad y comodidad en la embestida del toro es lo que deduzco de esos comentarios que podría tenerse como la idea de toreabilidad para Carlos Fernández – Valdemoro, el joven Alameda, según los conceptos expresados en esta relación de hechos.

Lo que me deja con algún grado de perplejidad, es el hecho de que la idea de toreabilidad expresada, tiende a presentarnos un toro ideal que exclusivamente facilite el lucimiento del torero. Y la verdad, es que creo que en esencia, esto no es así, puesto que el toro tiene un lugar fundamental en el desarrollo del rito de la lidia, no es solamente un instrumento para que el torero pueda consumar su triunfo.

A Tacho Campos y Ricardo Balderas ya los había presentado por aquí. Ángel Isunza resulta ser el nuevo en esta plaza y de él puedo decir que su trascendencia se produjo como empresario de festejos menores en una  plaza de su propiedad (El Cortijo de Ángel Isunza) y como integrador de un interesante museo taurino, que hoy, casi en su integridad, integra el acervo del Museo Taurino de la Ciudad de México. Nunca llegó a tomar la alternativa y de acuerdo con la información que he podido recabar, se retiró de la torería activa en 1946, tras de sufrir una fractura en la Plaza de Acho, de Lima saliendo de sobresaliente en una corrida en la que actuaron Luis Gómez Estudiante y Juan Belmonte Campoy.

Espero que esta exposición les haya resultado interesante.

Aclaración pertinente: Los resaltados en el texto de la crónica transcrita, son imputables únicamente a este amanuense.

domingo, 26 de agosto de 2012

En el Centenario de José Alameda (VIII)

Alameda antes de Alameda (VII)

Eduardo Liceaga, 1944
Foto: Luis Reynoso
La crónica que he seleccionado para esta ocasión tiene a mi juicio doble interés. Primero, porque procede de aquella primera etapa en la que el que pasaría a la posteridad como José Alameda, suscribía sus escritos como Carlos Fernández Valdemoro y en segundo término, porque relata la presentación ante la afición de la capital mexicana de un torero que hizo concebir grandes esperanzas a la afición de ambos lados del Atlántico y que perdiendo la vida en el ruedo, dejara truncadas las esperanzas propias y las de aquellos que vieron en él a un grande de los ruedos.

Me refiero a Eduardo Liceaga Maciel, hermano menor de David y de Mauro, ambos matadores de toros, aunque el último destacara más como hombre de plata. Eduardo Liceaga fue torero por una real vocación, porque en su familia, se esperaba y se deseaba que estudiara y siguiera los pasos de un distinguido familiar suyo, fundador del Hospital General de México, el doctor Eduardo Liceaga. Sin embargo, a este Eduardo le atrajo más la carrera de sus hermanos mayores y se decantó por ser torero y así, para el domingo 6 de agosto de 1944 fue acartelado con Nacho Pérez y Tacho Campos para lidiar un encierro tlaxcalteca de Rancho Seco.

La versión de esos hechos publicada por el joven Alameda en el número 90 del semanario La Lidia, que salió a la venta en la Ciudad de México el 11 de agosto de 1944 es la siguiente:

Presentación y triunfo de Eduardo Liceaga 
El aficionado que tiene cierta experiencia no lleva nunca demasiadas esperanzas en su camino hacia la plaza, cuando el cartel le ha advertido que serán de la vacada de Rancho Seco las reses destinadas a la lidia. Sin duda por eso, el domingo pasado nadie se llamó a engaño. Y, si bien es verdad que la insignificancia física y temperamental de algunos de los astados – de casi todos ellos, para ser más veraz – excedía los límites de cualquier resignación previa por parte del aficionado, no fueron objeto los torillos de Rancho Seco de la repulsa que ciertamente merecían. Acaso porque la lluvia, torrencial en ocasiones, contribuyó a disimular la escasez de fuerzas de los becerros de don Carlos Hernández. Más bien que de Rancho Seco parecían de rancho mojado y aún de rancho encogido por la mojadura. Pero, cuando sus manos se doblaban y daban con el belfo en la arena, el público creía que aquello era un accidente natural, producido por la humedad del ruedo, que se había convertido en resbaladizo limo. Y así fue como la lluvia, que perjudicó a los toreros, contribuyó en parte a ocultar y disimular la insuficiencia de los toros, que en otra tarde menos inclemente hubiera acarreado justas protestas, pues entonces nadie hubiera podido suponer que resbalaban en un rayo de sol. Sin embargo, cuando el sexto novillito se entregó al descanso, con descaro absoluto y olvido manifiesto de sus más elementales deberes de toro de lidia, el público cayó en la cuenta de que no había sido el exceso de humedad, sino el defecto de energías de toda índole lo que había motivado en los anteriores aquella propensión a hermanarse humildemente con la tierra. Destruida por tal evidencia la anterior suposición benévola, fue el crédito de la vacada el que sufrió el gran tumbo y el público salió de la plaza sin ganas de ver más novillos de Rancho Mojado, ni aún en día seco. 
Para dejar peor a aquellos becerros – que tan baldíamente intentó el ganadero que pasasen por novillos – se corrió en séptimo lugar un toro de San Diego de los Padres, fino, bien criado, bravo y noble, al que le pegaron implacablemente, en lo alto y en lo bajo ambos “Barana”, padre e hijo. Fue la presencia de este toro en el ruedo la peor humillación que pudo inferirse a aquellos becerros. 
Solo al esfuerzo de los toreros se debió lo que en la corrida hubo de lucido, de interesante para el aficionado. El valor y la decisión de Nacho Pérez – malherido por el cuarto –; la picardía, mezclada de buen arte, de Tacho Campos; y el valor, la habilidad y la comprensión del toreo de Eduardo Liceaga evitaron que la novillada se redujese en nuestra memoria a un largo bostezo bajo la lluvia. 
Emerge en el recuerdo – de entre las aguas grises y el gris desaliento – la figura adolescente de Eduardo Liceaga, un chiquillo moreno, mimbreño, que parece andaluz y que anda por el ruedo con una sencillez y una tranquilidad muy pocas veces vista en un principiante. Ane la habilidad con la que ejerce su profesión de torero, no pude por menos acordarme de aquél Fermín Espinosa, que hace quince años maravillaba, haciéndonos creer que le costaba menos trabajo andar por la plaza que por la calle.  
Creo innecesario advertir que en este recuerdo no va implícita ninguna profecía para Liceaga, pues la misión del cronista consiste en hablar de lo ya sucedido y no en adivinar lo que ha de suceder como algunos genios creen. Lo que yo quiero señalar es que la característica fundamental de Eduardo Liceaga es la facilidad. Se trata de un muchacho que entiende el toreo, que encuentra en todo momento el recurso que le permite salir airoso de un trance que apuraría a otros. Recordando mi crónica de hace ocho días, en la que definí a Tacho Campos como el “Torero del Sí y el No”, diré que Eduardo Liceaga es todo lo contrario. Es el torero que sabe que el “sí” y el “no” están implícitos en todas las cosas de la vida taurina y que esta es muy relativa. Plenamente convencido de que el toro, el público y el arte mismo tienen sus más y sus menos, Liceaga procura no perder nunca de vista el sube y baja de la marea de la lidia y no hay ola que lo agarre desprevenido. 
El público quedó sorprendido por la facilidad, el valor y el dominio de Eduardo y se le entregó desde el primer instante. Toreó el debutante muy bien con el capote a su primero, tanto por verónicas como por chicuelinas y escuchó una ovación clamorosa. Sin embargo, lo mejor que hizo en el primer tercio fue una verónica que dio al sexto y en la que, firme e inmóvil sobre sus plantas ligeramente abiertas, se pasó todo el novillo por delante, con temple y sabor, demostrando así que de su precocidad técnica no está excluida sistemáticamente la inspiración. 
Sus dos faenas de muleta fueron absolutamente adecuadas a las condiciones de los novillos. Y Eduardo se fue adaptando además, con intuición sorprendente a los cambios que sufrían durante ellas. Así lo vimos en el momento en que el tercero de la tarde, tras de varios muletazos de pecho, de la firma y de trinchera, se le quedó de pronto en el centro de la suerte. Eduardo no se desconcertó, sino que le dio un medio pase que se convirtió en molinete, dejando la cara del toro en el momento preciso, para salir en airoso paseo y regresar frente al enemigo sabiendo ya que había que contar con una embestida más corta. Lo mató además con mucha habilidad, porque también es fácil y seguro con la espada. Y dio dos vueltas al ruedo, en premio a su valor y a su maestría. 
Con el sexto estuvo aún mejor. Porque el toro tenía muy poca fuerza y había que tirar de él, había que consentirlo más que al otro: Eduardo se enteró muy bien de eso, porque – ya lo he dicho –, tiene una inteligencia torera muy despierta. Y como además cuenta con recursos técnicos para servirla, la breve faena que hizo fue absolutamente propia del caso. Como en su primero, le bastó con media estocada. Y el público volvió a mostrarle su complacencia obligándole de nuevo a dar la vuelta al ruedo.
El éxito de Liceaga no fue algo circunstancial, sino el resultado de una evidente capacidad para el ejercicio de su profesión. No es aventurado, por consiguiente, augurarle una rápida carrera. 
A Nacho Pérez, que tiene un corazón bien templado, lo persiguió la suerte, que le resultó adversa en todo. Pero él no se dejó vencer y se fue herido, pero no fracasado.
Le correspondió el mejor novillo de la tarde, el primero y Nacho lo toreó muy ceñido por verónicas y se adornó después, en el primer quite, con chicuelinas antiguas, airosas y reposadas. Ocioso es decir que se le ovacionó con entusiasmo.  
Pero, al mismo tiempo que la primera ovación, se desencadenó el aguacero. Fue tan violento que el ruedo quedó hecho un barrizal en pocos instantes. Nacho pudo decir, parodiando la frase histórica, que él no había venido a luchar contra los elementos; no lo hizo, sino que, por lo contrario, se puso a luchar, y entre el aguacero y sobre el barro muleteó al de Rancho Seco, dándole superiores pases por alto y en redondo. Lo mató de una estocada un poco trasera y otra en todo lo alto, entrando las dos veces por derecho. Y en esa forma venció a los elementos y al toro, y convenció al público que le tributó una ovación y le hizo saludar desde los medios. 
Con el cuarto se ciñó tanto al torearlo por verónicas a pies juntos, que en el tercer lance quedó prendido del pitón izquierdo. No se sabe si, en realidad, lo cogió el toro, o si se cogió él solo. ¡Tan cerca toreó! Se lo llevaron a la enfermería con una cornada en el muslo izquierdo. Triunfador contra la adversidad, Nacho cuenta con la simpatía de todo el público. Y la merece sobradamente por su animoso esfuerzo de pundonoroso. 
En cambio, Tacho Campos no ha oído hablar del pundonor. Y lo desconoce en absoluto. Él confía en su arte y nada más. Por eso, se limitó a quitarse de delante al segundo novillo, que le correspondía normalmente, y al cuarto, que mató en sustitución de Nacho Pérez. Y fue el quinto el elegido por Tacho para reivindicarse. Acaso lo hiciera por aquello de “que no hay quinto malo”. Pero como esa frase ya no tiene razón de ser desde que se instauró el sorteo y el ganadero dejó de enviar en quinto lugar el toro de mejor nota, resultó que ese novillo solo fue bueno a medias. Exactamente a medias, porque embestía bien por el lado izquierdo, y en cambio achuchaba en forma pavorosa por el derecho. 
Tacho Campos, que se entera muy bien de las cosas, le paró por el lado bueno y se defendió por el otro. Le anotamos en el primer tercio dos verónicas lentas y templadas, una de ellas con el raro señorío que Tacho imprime a su toreo en cuanto se confía. Pero ahí terminó la cosa. Con la muleta, logró magníficos pases de costado y por alto, manteniéndose siempre gallardo y reposado, como cumple a quien no hace concesiones al efectismo y torea bien o prefiere no torear de ninguna manera. Corrió varias veces la mano en pases naturales, pero el novillo que, aún embistiendo derecho por ese lado, lo hacía “reunido”, no le ayudó a lograr el ritmo impecable que caracteriza el arte de Tacho. Volvió éste a los pases por alto y logró algunos extraordinarios, seguidos de otros en los que giró en el mismo sentido del viaje del toro, con gracia y suavidad. El público le ovacionó durante la faena, pero los entusiasmos se enfriaron cuando Tacho, continuamente amenazado por el pitón derecho del novillo, que achuchaba cada vez más peligrosamente, se vio obligado a pinchar sin lucimiento.
En séptimo lugar se presentó José Ortega, a quien le echaron un toro fino, bravo y noble de San Diego de los Padres. El combate fue desigual, porque aquello era mucho toro para tan poco torero. Sin embargo, Ortega no perdió la serenidad y, como el astado embestía dócilmente, salió incólume del encuentro. Es un joven de prolongada figura, andares extravagantes y tranquilidad indiscutible. Acaso cuando practique pueda ser torero. Pero su presentación en la primera plaza de América nos pareció a todos un poco prematura. Por lo menos le faltan tres años de aprendizaje. 
¿Por qué insistirá Joaquín Guerra – que, por otra parte, lo está haciendo tan bien como empresario – en permitir estos apéndices a las novilladas? Realmente, no agregan a ellas ningún aliciente y, en cambio, les quitan seriedad.  

Eduardo Liceaga visto por Antonio Ximénez
La ilusión provocada en la afición y en la crónica por Eduardo Liceaga duraría dos años y unos días más. El torero murió en el Hospital Militar de Algeciras el 18 de agosto de 1946 tras de haber sido herido ese mismo día en la plaza gaditana de San Roque donde toreaba novillos de doña Concepción de la Concha y Sierra alternando con Julio Pérez Vito y Antonio Chaves Flores. El primero de la tarde, llamado Jaranero, número 93, de pelo cárdeno le hirió durante la faena de muleta, al intentar un pase de costadillo. El parte facultativo es el siguiente:

A las 21 horas de ayer ingresó en este Hospital el diestro Eduardo Liceaga, el que, según manifestaciones del mismo y de sus acompañantes, fue herido por un toro en la plaza de San Roque, donde fue curado de primera intención. El diestro sufre una herida de asta de toro en la región perineal, penetrante en pelvis que produce grandes destrozos, rotura de plexon, gran hemorragia y shock traumático de carácter gravísimo, falleciendo en el Hospital una hora después, sin salir de dicho shock, a consecuencia de las heridas sufridas.

Otra apreciación de Eduardo Liceaga por
Antonio Ximénez
Un reportaje sobre la herida y muerte de Eduardo Liceaga, lo pueden encontrar en el ABC de Sevilla del 20 de agosto de 1946, en esta ubicación.

Como pueden ver, el valor de la crónica es singular y vale la pena recordarla, sobre todo si consideramos que hace unos días se cumplió el sexagésimo sexto aniversario del óbito del torero mexicano.

Espero la encuentren de interés.

domingo, 12 de agosto de 2012

Un picador de vuelta al ruedo: Sixto Vázquez (I/II)


A toro pasado…

Sixto Vázquez visto por Antonio
Casero
(ABC, Madrid 02/08/1955)
El último día de julio se cumplieron 57 años de que Sixto Vázquez, picador de toros mexicano, fuera premiado con la vuelta al ruedo en la plaza de toros de Madrid. El hecho ocurrió en la novillada del postrer domingo de ese julio de 1955, en la que para dar cuenta de un encierro de Domingo Ortega, fueron acartelados el granadino Rafael Mariscal, el debutante bilbaíno Enrique Orive y el mexicano Jaime Bravo que sería quien llevara en su cuadrilla al torero de a caballo que me motiva a escribir estas líneas.

Llego con retraso a recordar la efeméride, pero creo que además de rememorar ese fasto, vale abundar en otros aspectos de la vida en los ruedos del torero michoacano, quien llevó a planos muy altos el nombre de México con su quehacer en los ruedos.

Sixto Vázquez Rocha

Es originario de Uruapan, Michoacán, lugar en el que nació el 3 de enero de 1916. Tanto Cossío, como Ángel Villatoro señalan que su padre, Eutimio, fue banderillero y picador de toros, por lo que a partir de eso puedo afirmar que desde su infancia vivió ligado a la fiesta y a su ambiente. Desde 1935 se integra a una cuadrilla que presentaba un espectáculo que combinaba el llamado deporte nacional – la charrería – con la tauromaquia, iniciando allí su paso como matador de novillos.

Se presenta en El Toreo de la Condesa el jueves 1º de mayo de 1941, en una novillada extraordinaria acartelado con Saúl Guaso, Felipe Escobedo, Luis Molinar y Rutilo Morales – ni Guillermo E. Padilla, ni Heriberto Lanfranchi en su obras históricas consignan el nombre del sexto alternante y procedencia del ganado – y es ovacionado al retirarse a la enfermería, pues fue herido por su novillo. Esa actuación le ganó dos presentaciones más ese año, también en jueves, los días 23 de octubre, cuando alternó con Tanis Estrada, Eusebio Ortega Villalta, José Gomar, Guillermo Romero y Alejandro Jiménez y su actuación le permitió repetir el siguiente domingo en el cartel final de la temporada alternando con Miguel González El Temerario y Paco Rodríguez en la lidia de novillos de Sayavedra.

Fueron sus compañeros de quinta toreros de la talla de Luis Procuna, Félix Guzmán, Rafael Osorno, Cañitas y Manuel Gutiérrez Espartero entre los más destacados.

Regresaría entre las filas de los toreros de a pie al año siguiente y tan temprano como el 29 de enero de 1942 – jueves – alternó con Antonio Toscano y Luis Molinar en la lidia de novillos de Quiriceo, derrochando valor y cerró su paso por el ruedo de la Colonia Condesa el 18 de junio de ese mismo año alternando con Enrique Medina y Rutilo Morales cortando una oreja. Sixto Vázquez fue uno de los novilleros que alcanzaron a hacer la transición hacia la Plaza México y actuó en ella una tarde; fue la del 28 de julio de 1946, cuando para lidiar novillos de Piedras Negras alternó con Félix Briones y Rafael Martín Vázquez.

Es quizás a partir de esa fecha – contaba ya con treinta años de edad – que decide pasar a las filas de los toreros de a caballo, tras de una actuación que no le proyectó a la posibilidad de recibir la alternativa, pues a partir de 1948 es ya miembro de la Unión Mexicana de Picadores y Banderilleros.

Madrid, 31 de julio de 1955

Sixto Vázquez se va a España en 1955 formando parte de la cuadrilla del Güero Miguel Ángel García, pero pronto en esa temporada se verá varado, pues el 2 de mayo su matador será gravemente herido en la plaza de Sevilla por un novillo de don Felipe Bartolomé. Una cornada de esas que en el momento hizo temer por su vida – de la que ya escribí aquí en otro espacio – y que a la larga, quedó demostrado que terminó con su carrera en los ruedos y fue también en alguna medida, la causante de su prematura muerte.

Sixto Vázquez picando al 4° de la tarde
del 31/07/1955 (Foto El Ruedo, cortesía
El Desjarrete de Acho)
Por esa razón pasa a formar parte de las cuadrillas de Jaime Bravo – principalmente – y de Antonio del Olivar y es con el primero, con el que vivirá el trascendente hecho para él como torero y por qué no, para la historia del toreo, dado que, hasta donde mi entender alcanza, lo que logró ese domingo 31 de julio de 1955, no se ha vuelto a repetir en el ruedo de la plaza de Las Ventas de Madrid.

He podido recopilar varias relaciones del suceso y creo de interés y de justicia el dar espacio aquí a varias de ellas, sobre todo, por lo que a mí me parece la extraordinaria coincidencia que guardan sobre la actuación de Sixto Vázquez. Veremos adelante que difieren sobre todo, al juzgar la condición del cuarto novillo de la tarde, que es en el que se produjo el hecho, hoy legendario, pero en la realización del torero michoacano, no hay división de opiniones.

Comienzo con la que me resulta la más novedosa, aparecida en la Hoja del Lunes de Madrid, del día siguiente al festejo. Y afirmo que es novedosa, porque fuera de los libros que he leído y que tengo conocimiento que escribió, no sabía que don Luis Uriarte Don Luis también escribía crónica, ignorancia de la que me sacó el doctor Rafael Cabrera Bonet, a quien agradezco su orientación a ese respecto:

Un picador da la vuelta al ruedo en Madrid
Un picador de toros
Don Luis
¿Ven ustedes como es bonita la suerte de varas? ¿Ven cómo todas las suertes del toreo son bonitas cuando se ejecutan bien? ¿Ven en definitiva, cómo en estos casos se pone en evidencia que la gente entiende de toros como por intuición, de un modo instintivo, y sabe apreciar lo que es bueno aunque no lo haya paladeado nunca? Porque ayer vimos picar clásicamente en la plaza de Las Ventas, y nos unimos en el aplauso, tan unánime como estruendoso, los que ya vamos siendo viejos aficionados, y hemos conocido la suerte de varas todavía en cierto esplendor, y los nuevos o de esta época, en la que la mayoría de ellos no han tenido la ocasión de presenciar lo que es un puyazo con arreglo a los cánones taurinos… El acontecimiento – que de tal categoría se nos antoja el hecho – surgió en el cuarto novillo. No era bravo, ni con mucho, el pupilo de Domingo Ortega, que echaba el hocico al suelo y escarbaba en la arena, lo cual “no es de bravura señal buena”. El picador mejicano Sixto Vázquez estaba de turno y sólo verle adelantarse al cite ya levantó en parte de los graderíos un murmullo de expectación. ¿Qué era aquello? El jinete solo, en la rectitud del toro, citando guapamente y con alegría de artista, sin permitir que ni un monosabio agarrase las riendas del caballo ni lo tocase con la vara, sino retirados a bastante prudencial distancia. ¿No es saber montar a caballo lo primero que necesita un picador? Era bonito, bonito ver al jinete evolucionar de un lado a otro, para colocar, él solito, al toro en suerte; verle citar levantando el brazo de la vara y aún irguiéndose y botando sobre la silla para alegrar al morlaco, y verle, en suma, cuando conseguía provocar la arrancada, echar la vara, bien cogida por el centro, ni larga ni corta, como requería la distancia a que citaba, y clavar la puya con seguridad y firmeza, no en los riñones – que es donde ahora se clava para destrozar a los toros –, sino en el morrillo – que es donde debe clavarse para ahormarles la cabeza y dejarlos en buenas condiciones para el resto de la lidia –. ¡Ah! Y como buen artista de su especialidad profesional, manejar las riendas con la mano izquierda – como la derecha para castigar con brazo fuerte –, no hacia su derecha, para tapar la salida del toro, en busca de la fementida “carioca”, sino hacia su izquierda, en clásico estilo de marcar la salida por donde y como es debido para quedar nuevamente en suerte. Así por tres veces consecutivas él solito – insistimos en repetirlo – y con gallardía y prestancia de gran picador de toros. Tres ovaciones acogieron cada una de sus tres hazañas, y otra ovación clamorosa le acompañó hasta que se retiró por la puerta de caballos. Después, cuando Jaime Bravo acabó con el novillo, el público reclamó la presencia en el ruedo de Sixto Vázquez y le hizo dar la vuelta al ruedo entre una nueva ovación… ¿Cuánto tiempo hacía que no habíamos visto este soberbio espectáculo? ¡Qué no haya quien diga que no es bonita, ni siquiera necesaria la suerte de varas! Lo que no lo es, ahí está la prueba, es que no haya picadores que no sepan ejecutarla ni apenas montar a caballo. Como si dijéramos que no es bonito el toreo porque no hubiera toreros que supieran hacerlo. Entonces negaríamos hasta la belleza y la verdad pura del arte de lidiar toros... Justifiquemos la crónica: a tal picador, tal honor. También la gente subalterna tiene su corazoncito...

Una segunda versión es la que firma Federo Faroles y que apareció publicada el 2 de agosto en La Vanguardia de Barcelona y que en lo medular señala:

¡A LA PLAZA! ¡A LA PLAZA...!
PÉSIMA NOVILLADA
…Los seis astados, de bonita lámina y desarrollada cornamenta, dieron aceptable juego en el tercio de varas y embistieron con nobleza a los de a pie, aunque casi siempre fueran desperdiciadas sus cualidades por la pésima lidia que recibieron. Una excepción hubo en la tarde, concretamente en el cuarto novillo... El protagonista de la excepción es mejicano de nacionalidad y picador de profesión. Se llama Sixto Vázquez. Puso tres varas al cuarto novillo, ovacionadas largamente, y se vio obligado a dar la vuelta al ruedo en cuanto el diestro de «tanda» terminó con su enemigo. Las tres varas fueron tres lecciones de bien picar. Es decir, de citar al toro con la voz, con la cabalgadura, con la puya... Alejando a los monosabios, dando la salida al novillo por la cara del caballo, sin hacer «cariocas» ni acometer perforaciones excesivas. Bien por Sixto Vázquez, picador mejicano y buen picador…

La unanimidad hasta ahora es impecable. Se destaca el hecho de que Sixto Vázquez sea un gran jinete – hecho que se hace evidente al no requerir que los monosabios le auxilien para mover al caballo o para colocarlo –, luego, el hecho de que pique en lo alto con la finalidad de permitir a su matador el debido lucimiento en el tercio final y no caído o trasero para inutilizar al toro y sobre todo, la forma de usar la mano izquierda con la rienda para marcar al toro el fin de la suerte cuando ya se ha picado, sin barrenar y sin aprovechar el que el toro esté metido en el peto. En suma, se describe con claridad la forma clásica en la que la suerte de picar debe ser ejecutada.

Pero aún hay más sobre este tema. Lo dejo para la próxima semana en la que espero concluir con lo hoy iniciado.

Aclaración pertinente: Los subrayados en las crónicas transcritas son imputables exclusivamente a este amanuense.

domingo, 29 de julio de 2012

En el Centenario de José Alameda (VII)

Alameda antes de Alameda (VI)

El Toreo de la Condesa, fotografía obra de
Margaret Bourke - White y archivada en LIFE - Google

La crónica firmada por Carlos Fernández Valdemoro respecto de los sucesos ocurridos en la novillada del domingo 9 de julio de 1944 en El Toreo de la Condesa exalta los valores de la tarde sobre lo valioso de lo sucedido en el ruedo. No obstante, aunque para quien años después y para la posteridad sería José Alameda, varios de los novillos de Santín que lidiaron en el turno ordinario Mario Sevilla, Nacho Pérez y Tacho Campos y el séptimo que a modo de fin de fiesta enfrentó el hidrocálido Roberto Gómez merecieron ser mejor aprovechados por sus matadores, también se preocupa por destacar los momentos importantes que cada uno de ellos tuvieron en su actuación de ese festejo, el que, de cualquier forma lamenta, se vio iluminado por el sol que faltó en alguno de los anteriores en los que a su juicio, hubo mayores hazañas que narrar.

La crónica en cuestión, aparecida en el en número 86 del semanario La Lidia, que salió a la circulación el viernes 14 de julio de 1944, es la siguiente:

El héroe fue el sol

Muchas veces hemos asistido en tardes grises a corridas luminosas y bajo cielos entoldados hemos tenido la suerte de contemplar faenas memorables. Pero el domingo pasado nos sucedió lo contrario. Había una luz sesgada, de iniciación de poniente, una luz de oro sutil, ligeramente rebajado, en la que las siluetas de los toreros parecían más airosas y más rico el bordado de sus trajes. Era como para iluminar lances definitivos, creaciones singulares. Y, sin embargo, no vimos nada de eso. En balde el oro fino del sol mexicano buscó por el ruedo como según cuenta la leyenda, buscaba Diógenes por el mundo. Este no encontró un hombre y aquél tuvo que ocultarse tras las montañas que rodean nuestro valle, sin haber conseguido alumbrar tampoco un momento de grandeza. No quiere decir esto que no hubiera en la corrida manifestaciones de arte y de valor. Pero indudablemente el conjunto hubiese estado más a tono con el gris de otras tardes que también por su parte hubieran merecido, mejor que la del domingo, aquella luz privilegiada que fue lo único en verdad bello que disfrutamos. 
Se lidiaron toros de Santín, la antigua y brava ganadería de la Casa Barbabosa, que tan nobles y encastados ejemplares ha enviado a “El Toreo” últimamente. El encierro del domingo fue desigual, y en él descollaron dos toros, primero y quinto, que embistieron por derecho y facilitaron el lucimiento de los diestros. Pero no fueron los más bravos, porque segundo, tercero y séptimo los superaron en su pelea con los caballos, recargando en todos los encuentros.  
Tanto al primero como al quinto se les aplaudió en el arrastre y también de salida, pues además de ser nobles, estuvieron muy bien presentados. En resumen, la vacada de Santín mantuvo, con la novillada del domingo, su alto y viejo prestigio. 
Actuó como primer espada Mario Sevilla, un torero que se presentó hace varios años en una novillada – concurso y que, habiendo resultado triunfador, merecía el premio de su inclusión en un cartel de categoría. La plaza de “El Toreo” es, en orden de importancia, el primer edificio de la tauromaquia americana, casi el palacio de la Monarquía de Tauro en este Continente, y, ya es sabido, las cosas de palacio van despacio. Consiguientemente, Mario Sevilla tuvo que armarse de paciencia e irse a torear a los Estados, hasta que, al cabo del tiempo, se han cumplido sus deseos. 
Comenzó muy bien Mario Sevilla, aguantando al primero de la tarde en verónicas a pies juntos, cerca de tablas y, luego, ganándole terreno al lancear con el compás abierto. Cuando remató con una rebolera escuchó la primera ovación. La segunda vino en el primer quite, que Mario hizo con tres verónicas de muy buena clase. 
La faena que realizó con ese novillo fue muy lucida. La comenzó cerca de tablas, con serenidad, y la continuó en el tercio, con lucimiento. El momento más feliz del trasteo fue en un pase de trinchera muy templado, en el que el artista llevó toreado a su enemigo, marcándole – a la vez suave e imperiosamente – un itinerario que dejó huellas en la arena y también en el público, al que indudablemente conmovió. 
Tras de aquél toreo sereno, vino el toreo espectacular cuando Mario, de hinojos, muleteó muy ceñido y acabó con un desplante. Tenía el éxito bien amarrado en los vuelos de su muleta, pero con la espada lo dejó escapar y en entusiasmo del público decayó. 
Al cuarto también comenzó a muletearlo muy bien. Le dio pases por bajo de gran eficacia, demostrando que conoce muy bien el toreo y sabe que los muletazos se dan para algo, que la lidia tiene un fin, un desemboque y que todo lo demás es camino hacia esa meta. Mario logró que el toro – antes un tanto incierto – se fijara en la muleta y comenzara a seguirla con nobleza. Una vez que hubo hecho esto, se puso a torear con la izquierda y con la derecha, logrando buenos pases a la manera de La Serna y sobre todo, uno de pecho con la zurda que fue lo mejor de la faena. El trasteo no resultó, sin embargo, totalmente ligado y parte del público comenzó a encariñarse con el toro, olvidando que el torero, al aguantarlo y castigarlo eficazmente en la primera parte de la faena, había contribuido no poco al mejoramiento de la res. 
Necesita Mario Sevilla una mayor familiaridad con este público del que indebidamente estuvo alejado. Merced a ella lograría dar cumplimiento a muchas cosas que ahora vislumbra y cuyo secreto no consigue atrapar definitivamente. Pero su propósito es noble, su estilo bien orientado. Y siempre son preferibles los que luchan en el camino hacia buenas metas, que los que alcanzan realizaciones plenas por rutas indebidas. 
Con Mario Sevilla alternaron Nacho Pérez y Tacho Campos, dos toreros de corte muy distinto, y a quienes la suerte trató también de manera muy diferente, porque a Nacho le correspondió el mejor toro y a Tacho los dos peores. 
Con el toro bueno, el quinto, Nacho alcanzó un triunfo en el primer tercio. Lo lanceó a la verónica con el más definido estilo silverista, parándole mucho y tomándolo al hilo y en el viaje, para ceñírselo bárbaramente y provocar el entusiasmo del público, que le ovacionó con delirio. 
En el primer quite ejecutó un lance parecido a la chicuelina, en el que giró en contra del viaje del toro, al mismo tiempo que pasaba el capote por sobre él. Realizó la suerte de tal manera cerca, apurando tanto los terrenos que al intentar repetirla, el astado lo prendió y lo lanzó a lo alto, dejándolo maltratado, aunque felizmente, no herido. Tuvo Nacho que retirarse entre barreras para reponerse de aquél vapuleo. 
Volvió para muletear al bravísimo novillo y lo hizo con brillantez, aunque no consiguió ligar su faena, sin duda por las condiciones de inferioridad en que había quedado después del percance sufrido en el primer tercio. Sin embargo, logró derechazos ceñidísimos, pases por alto estatuarios, algunos muletazos con la izquierda que el público celebró mucho y adornos tales como lasernistas, ayudados y un molinete ajustadísimo. Mató de una estocada contraria, que provocó derrame, y fue ovacionado al mismo tiempo que lo era el toro. 
Con su segundo, que tenía mal estilo, se limitó a un trasteo muy breve, que remató con un pinchazo y media desprendida. Antes, le había toreado de capa con éxito, particularmente en varias chicuelinas increíblemente ajustadas. 
Tacho Campos, el torero de excepcional calidad que en la corrida anterior nos maravilló con su gran arte, tuvo que contender con el peor lote. Ninguno de sus dos novillos se prestó al lucimiento del espada. Para haberlo logrado, hubiera tenido Tacho que hacer esfuerzos que no son propios de su temperamento, pues acostumbra tomar las cosas con calma. 
Con calma, con reposo de gran artista torea cuando se acomoda, y con calma y reposo espera también a que pasen las malas circunstancias. No fueron buenas las del domingo. Y a quienes admiramos el arte del joven lidiador, no nos queda más que aguardar su próxima actuación y pedirle al dios Tauro que a Tacho le toquen novillos toreables. 
Como fin de fiesta, el joven Roberto Gómez lidió un novillo bravo y noble, con el que demostró su inexperiencia y sangre fría. Es decir, demostró que puede ser torero, aunque para ello tenga todavía que ejercitarse largamente en el llamado arte de Cúchares, si bien lo que tiende a hacer Roberto Gómez es muy diferente a lo que, según la historia y la leyenda, hacía el señor Francisco Arjona – que así se llamaba Cúchares –. Era éste un lidiador muy avisado, que conocía todas las triquiñuelas del oficio y que, merced a ellas, esquivaba todos sus riesgos. En cambio, el incipiente Roberto Gómez se limita a quedarse quieto, con valor estoico, pero no sabe defenderse de su enemigo. Gracias a que el séptimo de los lidiados el domingo fue de una nobleza ejemplar, salió el torero incólume de su aventura. Pero como es valiente y mató con fortuna, se lo llevaron en hombros. 
La ovación de la tarde fue para Pancho Lora “Pericás”, que clavó al cuarto novillo dos superiores pares de banderillas.
Una incógnita sin despejar

José Alameda, Cª 1940
Me llama la atención un concepto que expresa el joven Alameda al referirse a la actuación de Tacho Campos, cuando pide que le toquen novillos toreables. Hoy en día vuelve a estar en boga esa noción de la toreabilidad. Es una pena que del conjunto de las ideas expresadas por el escritor no se pueda deducir lo que él entiende por esa idea, hogaño tan interesadamente manoseada, así que solamente dejo aquí el apunte y espero que en algún texto futuro, sea el propio Alameda quien despeje la incógnita que nos plantea.

Dramatis personae

De Tacho Campos y de Nacho Pérez ya les había hecho relación en otro apartado de esta serie de remembranzas. Mario Sevilla por su parte, recibió la alternativa en Arles, el 21 de septiembre de 1947, de manos de Antonio Velázquez y llevando como testigo a Antonio Toscano, el toro de la ceremonia fue Lagartero de Yonnet; la confirmó en la Plaza México el 27 de abril de 1952, de manos de Paco Ortiz, con el toro Cubanito de Piedras Negras. El testigo fue Morenito de Talavera Chico, aunque pretendió que su actuación del 21 de marzo de 1950 en el mismo ruedo, para la película The Brave Bulls (Robert Rossen, 1950), se considerara como tal, pues actuó con El Soldado y Paco Rodríguez en la lidia de ganado de Santa Marta. Destacó en el mundo del cine, donde participó en alrededor de 85 películas como actor y fue autor de varios guiones y obras de teatro. Roberto Gómez por su parte, tuvo una breve y fulgurante carrera novilleril, más nunca llegó a tomar la alternativa.

Aclaración necesaria: El subrayado en la crónica de Alameda, es obra imputable solamente a este amanuense.

domingo, 24 de junio de 2012

En el Centenario de José Alameda (VI)


Alameda antes de Alameda (V)

José Alameda, Cª 1950 
En esta ocasión la crónica escrita por José Alameda de los sucesos ocurridos en la novillada del domingo 16 de julio de 1944 en El Toreo de la Condesa, en la que se lidiaron seis novillos de Atlanga por Rutilo Morales, Leopoldo Gamboa y Ezequiel Fuentes y un séptimo, anunciado de Zacapexco, por Joaquín Peláez, contiene un relato que, sustituyendo nombres, lugares y algunas circunstancias que yo calificaría de menores, cabe perfectamente en la presentación de los sucesos de un festejo de nuestros días.

Y así leemos en la crónica acerca de la ausencia del toro; de la ausencia o simulación de la suerte de varas; del toreo de adorno que se convierte en el eje de las faenas, o de la ausencia de toreo sustituida por un conjunto de formas vacías sin el toro y de la pasividad de un público complaciente que ante el desconocimiento de los planteamientos que se le hacen en la arena, se abstiene de exigir a las fuerzas vivas de la fiesta que cumplan con lo que ofrecen.

Pareciera que esos reclamos que se hacen hoy, aludiendo al pasado y que luego sirven para que se tilde a quienes lo hacemos – aludir al pasado – de ningunear el presente sin fundamento. Por eso, sin más, dejo paso a la crónica publicada en el número 87 semanario La Lidia – firmada por Carlos Fernández Valdemoro , fechado el 21 de julio de 1944: 

Sólo Rutilo Morales se salvó del naufragio 
El domingo se celebró en la plaza de “El Toreo” una becerrada. Y el proceso de reducción, de contracción de la fiesta que claramente se advierte desde hace algunos años, culminó durante la lidia del sexto astado de Atlanga. Una sola vez se arrancó hacia los caballos y el varilarguero “Chito”, que era el encargado de picarlo, marró. Entonces, sonaron los clarines para el cambio de tercio y quedó, de hecho, suprimida la suerte de varas. Era una tarde gris, fría y húmeda. En los tendidos se iban quedando ateridos los espectadores. Y, abajo, se atería la lidia. Fue un espectáculo triste, muy triste para quienes sentimos entusiasmo por la fiesta de los toros. Porque allí, sobre la arena mojada de “El Toreo”, estábamos viendo uno de los síntomas que denuncian el acabamiento de la fiesta. Cierto es que fue un caso extremo. Pero la verdad es que no hubiera podido producirse si en el ánimo de los espectadores, de los toreros y de los ganaderos – y también de la autoridad –, estuvieran presentes ciertos principios ineludibles de la lidia, que hace tiempo se han olvidado. La prueba de ese olvido lamentable fue que el público permaneció indiferente cuando aquellos clarines – a la vez prestidigitadores y puntilleros de la fiesta  escamoteaban la suerte de varas y daban muerte a una tradición fundamental. 
Que el toreo degenera es evidente, por más que se empeñen los optimistas en sostener lo contrario. Yo lo he comparado, en otra ocasión, con una corriente que fuera deslizándose hacia el mar, cuando ya se hubiese agotado la fuente originaria. El domingo no solo hubo el síntoma mortal de la supresión de la suerte de varas, sino otros síntomas concurrentes de la descomposición de la fiesta, de su falta de vida auténtica. El toreo vive ahora de suplantaciones. Y los toreros que empiezan, al no encontrar una tradición viva en que nutrirse, se entregan a un extraño remedo de la lidia, a ciertos movimientos sin finalidad ni significación que, a causa de un error general, ellos reputan toreo. ¿Qué sentido pueden tener, por ejemplo, desde el punto de vista taurino, las afanosas carreras, la incontinencia giratoria y los parones caprichosos de Ezequiel Fuentes? ¿Es que el toreo puede quedar reducido a menos de lo que lo reduce Leopoldo Gamboa, cuya única – y por lo visto, definitiva – aspiración consiste en hacer la rígida estatua ante el becerro? 
Triste, muy triste fue el espectáculo del domingo. 
El único de los tres espadas anunciados que demostró conocer su oficio fue Rutilo Morales. Gracias a él, tuvimos a ratos la sensación de que nos encontrábamos en una corrida seria. 
El momento culminante de la actuación de Rutilo fue el segundo tercio de la lidia del cuarto novillo, al que le clavó cuatro pares de banderillas al cuarteo. El enemigo se le arrancó en los cuatro viajes con mucha fuerza y Rutilo midió perfectamente los terrenos, le ganó la cara con gran habilidad y cuadró a la perfección, levantando los brazos con arte, para dejar los rehiletes en todo lo alto. Fueron cuatro pares muy espectaculares que promovieron la más sonora ovación de la tarde. 
A ese novillo lo muleteó Rutilo muy bien, dándole algunos pases de costado ceñidísimos, otros ayudados por alto muy sereno y varios muletazos con la izquierda de positivo mérito, dos de ellos al natural y uno de pecho que fueron los de la más fina calidad, los de más clásico acento de toda la faena. Después, recurrió al adorno de los afarolados y molinetes, y, enseguida, entró a matar, dejando una estocada desprendida. Se le ovacionó calurosamente y salió a los medios a saluda, renunciando a una vuelta al ruedo que el público autorizaba sobradamente con sus aplausos; lo cual es una prueba de seriedad de Rutilo, que acentuó aún más el contraste con sus jóvenes y desenvueltos compañeros, en particular con Ezequiel Fuentes, cuyo desenfado para responder a las protestas es verdaderamente notable. 
Con el primero de la tarde, al que banderilleó también con soltura, hizo Rutilo un trasteo que resultó desligado a causa de las molestias del viento y del agua y de la condición huidiza del astado. Pero, a la mitad de la faena, logró ajustarse en varios pases por alto, haciéndolo de manera emocionante en dos de pecho, uno con la derecha y otro con la izquierda, que emocionaron al público. Cuando mató de media contraria, un tanto pasada, escuchó una ovación grande, a la que correspondió dando la vuelta al ruedo. 
Leopoldo Gamboa tiene buena figura y una gran inexperiencia. Desconoce por completo los terrenos que pisa y carece de recursos para resolver los problemas de la lidia. Con su primer novillo se limitó a codillear y a huir por la cara, hasta que pudo cazarle de una estocada caída. Y con el quinto, descubrió una propensión desmedida a hacer la estatua. 
Lo consiguió en muchas ocasiones, porque el astado era noble. Pero hay que insistir en que eso no es el toreo. Está bien quedarse quieto, pero no como fin, sino como principio. No se sale a la plaza para aprovechar las ocasiones de erguirse con hieratismo, sino que se queda uno quieto ante el toro para poder empaparlo en el engaño, templarlo y mandarlo. 
Entre los muchos parones que Leopoldo Gamboa dio a ese novillo, creímos entrever dos pases de pecho en los que echó la pierna hacia adelante e hizo algo que tiene cierto parecido con el toreo. Fueron los dos únicos pases que dio en toda la corrida. Pero como a la hora de matar mostró valor, a falta de conocimiento, el público lo trató bien. Realmente, el muchacho entró derecho como una vela, aunque por no saber vaciar ni cruzar, resultó encunado y golpeado aparatosamente. Y entre aplausos mezclados con algunas protestas, dio la vuelta al ruedo. 
¿Qué decir de Ezequiel Fuentes? Yo, la verdad, no recuerdo sino muy vagamente su actuación, aunque estoy seguro de que hizo muchas cosas. Quizás no las recuerde precisamente porque fueron demasiadas. Tiene una movilidad de ardilla y un concepto caótico de la lidia que lleva a intentar toda clase de lances giratorios de suertes extravagantes, con tal presteza que marea. Su especialidad consiste en meterse en los costillares, haciéndose rueda con el toro. También conoce a la perfección los “parones a viaje hecho”. Es decir, en cuestiones de experiencia, es todo lo contrario a Gamboa, porque aquél desconoce todo y en cambio, Ezequiel Fuentes sabe mucho, demasiado inclusive. Y, a veces, se pasa de listo, que es lo que suele sucederle a los que están demasiado poseídos de su saber. Y Fuentes se pasó de listo al creer que el público de la Capital tomaría en serio sus artimañas de torero ducho en deslumbrar públicos provincianos. 
Sería injusto negar a Ezequiel Fuentes valor y serenidad, pero esas cualidades de nada valen cuando se sale a la plaza dispuesto a utilizar en la lidia toda clase de trucos engañosos y de trampas de mala ley. 
En ciertos momentos en que el muchacho se arrimó, fue ovacionado, pero el público concluía siempre por recusar los procedimientos ventajistas en que se funda su toreo. En el momento en que jugó más limpio, fue al torear por verónicas a su primer novillo. Y su peor ventaja fue la que pretendió tirarle al público cuando, después de muerto el astado, se obstinó el diestro en dar la vuelta al ruedo contra la voluntad general. 
En séptimo lugar se corrió un toro de Zacapexco que, según rezaban los carteles, debía ser lidiado por Joaquín Peláez. El toro, que salió con arrobas y pitones, se puso a la defensiva y tras de hacer pasar malos ratos a todos los lidiadores, inclusive a Zenaido Espinosa, fue devuelto a los corrales, en vista de que Peláez no consiguió matarlo. Apéndice con el cual, la corrida resultó definitivamente lamentable.
Yo solo agregaría, a muchos años de distancia: Nihil novum sub sole…

Dramatis personae

Rutilo Morales
Ninguno de los tres alternantes llegó a la alternativa. Rutilo Morales siguió adelante algún tiempo en sus afanes de convertirse en matador de toros y todavía entre los matadores hasta participó en 1951 en el grupo de toreros que arreglaron la ruptura de relaciones taurinas que permanecía desde 1947. Yo le vi torear como hombre de plata y es uno de los mejores que he visto en mi vida, tanto con la capa como con las banderillas. Actualmente reside en Morelia y durante muchos años presidió los festejos que se celebraron en El Palacio del Arte de aquella Capital y en ese ruedo se dedicó a formar toreros, entre los que destacan los matadores de toros Teodoro Gómez e Hilda Tenorio.

Ezequiel Fuentes fue un torero que tuvo algún predicamento en su estado natal, Jalisco y era un fijo en los festejos de Carnaval en La Petatera de Villa de Álvarez, Colima y Leopoldo Gamboa por su parte, hasta en Madrid llegó a presentarse, lo hizo el 5 de agosto de 1951, alternando con Joselete de Córdoba y Blanquito de Zaragoza, para lidiar novillos de María del Amparo González (4) y Juan Sánchez de Valverde (2). La crónica de Giraldillo en el ABC madrileño acerca de lo sucedido esa tarde, le presenta, a diferencia de lo que hoy les traigo aquí, como un artista valeroso, muy lucido con la capa y con repertorio alegre con la muleta... Dio la vuelta al ruedo tras la lidia del tercero.

Sobre la trayectoria de Joaquín Peláez, no encontré información.

Aclaración necesaria: Los subrayados en el texto son obra y responsabilidad de este amanuense.

domingo, 17 de junio de 2012

1946: Pepín Martín Vázquez y Caribeño de Xajay


El cartel original de la Corrida
de la Rosa Guadalupana
En marzo del pasado año, al responder a uno de los comentarios que recibió la entrada que dediqué a la presencia de Pepín Martín Vázquez en la plaza  El Progreso de Guadalajara – en específico, uno de José Morente –, hacía notar mi contrariedad por no tener a mano la información relativa a lo que quizás haya sido su obra más acabada en nuestros ruedos y que ha trascendido su tiempo, porque Luis de Lucía, director de la película Currito de la Cruz (CIFESA, 1948), utilizó la filmación de esa faena a manera de stock shots para la cinta en cuestión, estelarizada por el diestro sevillano.

Hoy, sin mediar efemérides alguna, obra en mi poder la información de la prensa especializada de la época, que hace el recuento de aquella corrida celebrada el jueves 14 de febrero de 1946 a beneficio del Sanatorio de Toreros de la Capital Mexicana y en la que disputándose la Rosa Guadalupana, alternaron para lidiar toros de Xajay; Fermín Espinosa Armillita, Silverio Pérez, Gitanillo de Triana – que sustituía a Manolete –, Pepe Luis Vázquez, Luis Procuna y  el ya nombrado Pepín Martín Vázquez.  

Originalmente se había anunciado en el cartel a Manolete, pero éste presentó un certificado médico invocando una exacerbación de las lesiones sufridas semanas antes en la tarde de su presentación en El Toreo. Eso ocasionó que se decretara una suspensión en contra del Monstruo de Córdoba por la Unión de Matadores y provocó una escisión en su seno, según lo contaba el pasado 19 de febrero, pues pudo el torero actuar sin problemas el día 5 anterior – inauguración de la Plaza México – y el 16 y 17 posteriores, pero de eso me ocuparé dentro de unos párrafos.

La gran faena de Pepín Martín Vázquez

Pepín Martín Vázquez con Rafael Albaicín y
Antonio Velázquez, Madrid, 1945
Borroneado, el toro que abrió plaza, le sirvió a Armillita para escribir una de las grandes páginas de su historia. Con Gorrito, Bateo, Almendrado y Barranqueño, Silverio, Gitanillo, Pepe Luis y Procuna poco tuvieron para decir a la afición que llenó hasta la azotea el viejo Toreo de la Condesa. Fue hasta que salió el sexto, Caribeño, que se perfiló una competencia por la obtención del trofeo donado por la redacción de la Revista de la Basílica y que en ese año, ocupó el lugar que tradicionalmente correspondía a la Corrida de la Oreja de Oro, que reunía a los toreros más destacados de la temporada en su disputa.

Francisco Montes, cronista por esas calendas del semanario La Lidia, en el número 168, fechado el 22 de febrero de 1946, describe de esta guisa la actuación del torero de la calle de la Resolana:

La “Rosa Guadalupana” para “Armillita”... Pepín Martín Vázquez también merecía el trofeo
Por fin vimos lo que vale Pepín Martín Vázquez
Las dos orejas y el rabo de “Caribeño” fueron el premio a la exquisita, fina y artística faena que ejecutó el sevillano Pepín Martín Vázquez al burel que cerró plaza en esta magnífica corrida en que vimos la grandeza de su arte que arrebató las pasiones en los tendidos y en que puso de manifiesto lo que vale este pequeño, pero inmenso torero, al que el público lo sacó de la plaza en hombros y llegó al hotel con el lujoso terno azul celeste y oro hecho garras… Inició su triunfal actuación con lances preciosistas que remató con media dibujada, estallando calurosa la ovación unánime en los tendidos… De la primera vara libró con temerarias y artísticas gaoneras que estrujaron a la multitud y remató con media revolera plena de gracia y majestad. “Armillita” quitó con un lance, dos chicuelinas y remató con el manguerazo de Villalta… Por primera vez en México tomó los palos el sevillano y después de mucho insistir quebró por fuera y dejó los palos igualados, escuchando fuerte ovación; en vista de que el burel no se arrancaba con franqueza, optó por que sus peones cerraran el tercio… Dio principio a su faena con ambas rodillas en tierra y ligó tres pases por alto, en los cuales aguantó de verdad, ya de pie se echó la muleta a la mano del corazón y ligó tres naturales con el forzado de pecho, resbaló y “Armillita” hizo un quite oportuno; echando coraje se levantó el pequeño y fue a su enemigo para engranar cuatro naturales bellos, hondos, artísticos y señoriales que arrebataron a la plaza entera, rematando por alto y luego con apretado molinete, siguió un pase de costado, un derechazo fantástico, el pase de la firma y entró a matar dejando la estocada de muchas tardes, se perfiló muy en corto, flexionó la pierna como mandan los cánones y arrancando muy derecho hizo la cruz a la perfección y dejó el acero en los propios rubios, se tambaleó el burel y rodó a los pocos segundos en medio del delirio del público puesto de pie. Las dos orejas y el rabo le fueron concedidas además de la vuelta al ruedo. Y como final fue sacado en hombros de la entusiasta multitud… Por fin nos recreamos con el arte exquisito de este torero privilegiado que con tan mala suerte ha tropezado en los sorteos de las corridas que ha lidiado en la capital…

Como podemos ver, del título de la crónica se refleja que para Francisco Montes, el otorgamiento del galardón fue correcto, pues en su opinión, cualquiera de los dos toreros, Armillita o Pepín Martín Vázquez, de haberlo obtenido, se lo hubiera llevado con justicia.

La crónica que envió el corresponsal de la agencia que remitía la información al diario El Informador de Guadalajara, refiere lo siguiente:

Fue dura la pelea de ayer en El Toreo por La Rosa Guadalupana entre Fermín y Pepín Martín Vázquez. 

El sevillano merecía este bello trofeo
Los dos recibieron oreja y rabo, pero se cree que la estocada de Pepín fue muy superior a la de Fermín, que se quedó con el emblema... 
Reñidísima resultó la competencia por el trofeo Rosa Guadalupana, en la corrida a beneficio del Sanatorio de Toreros, efectuada hoy en la plaza El Toreo... El público se dividió para conceder el premio, entre “Armillita” y el sevillano Pepín Martín Vázquez. Varias veces se tuvo que consultar al público y por una ligerísima mayoría, tal vez no apreciada por todos, el trofeo fue concedido al saltillense… Ambos toreros cortaron oreja y rabo, y tal vez la faena de Pepín fue más bien coronada al lograr un soberbio volapié, mientras que “Armillita” mató de una estocada un poco caída… A “Armillita” se le concedió el galardón y a Pepín una extraordinaria ovación...

Ante la casi imperceptible mayoría en los tendidos – aquí en México esos trofeos se conceden por aclamación popular cuando hay igualdad en el número de trofeos obtenidos –, el cronista de la agencia informativa, toma como referente diferenciador – y como elemento decisorio, a su juicio – la gran estocada de Pepín Martín Vázquez.

El día siguiente

En el número 169 del semanario La Lidia, fechado el 1º de marzo de 1946, el periodista Alberto Lázaro, en su columna Cargando la Suerte, hace una serie de reflexiones en torno a la amplia polémica que generó la concesión de la Rosa Guadalupana a Armillita, dejando de lado a Pepín Martín Vázquez el 14 de febrero anterior. Su reflexión se titula El color del cristal y en ella, considera justificada la concesión del trofeo al Maestro de Saltillo. De ella extraigo lo que sigue:

…Ahora bien, ¿el trofeo debe concretarse a ser otorgado a quien haga la mejor faena de muleta o a quién realice la más brillante lidia en todo un toro?... Si ha de ser por la mejor faena de muleta, pensamos que esta es aquella en que el torero, maestro en la técnica que desarrolla de acuerdo con las condiciones del toro, manda en todos los instantes sobre el bruto, le impone su voluntad, engrana los pases, aprovechando las oportunidades para lucir su arte y desarrollar belleza o simplemente maestría, según el astado se lo permita... Si juzgamos ya concretando, la faena de “Armillita” con “Borroneado” podemos llegar a esta conclusión: Se ajustó en un todo a las condiciones del astado, que terminó aplomado y noble; que por falta de alientos con frecuencia se quedaba ya en la suerte, muy a pesar del mando imperioso del torero; que fue hecha en un palmo de terreno y que durante ella hubo ligazón perfecta y dominio absoluto; que el torero dio verdadera cátedra exhibiendo sus enormes recursos ya para pasarse al toro, bien para torearlo por la cara, que éste, cuando de verdad es toreo y el de “Armillita” lo fue, es de maestros y ofrece gran valor si es adecuado a condiciones y circunstancias... Por su parte, la faena de Pepín Martín Vázquez con “Caribeño”, graciosa, llena de salero, valiente, corajuda, clásica porque en ella brilló el pase natural, si fue muy espectacular, si se antojó muy bella y graciosa, careció de ligazón perfecta, no se hizo en un palmo de terreno, ni hubo dominio y maestría... Recuérdese que Pepín en varias ocasiones, entre natural y natural mejoraba su terreno mediante una carrerita, que combinada con otras hizo que la faena no se ligara como mandan los cánones; en un palmo de terreno y con dominio absoluto por parte del torero... Ahora que si el trofeo debe otorgarse a quien haga la lidia más completa de un toro, en los tres tercios, nos parece fácil calificar, ya que Pepín con banderillas no demostró la suficiencia del maestro, habida cuenta de que tampoco fueron sus tres pares de los mejores que le hemos visto... Esto es lo que miraron mis anteojos; que por lo demás cada quien es dueño de sus propios gustos, siempre que no olvide que no es lo mismo decir: “a mí me gustó más la obra de fulano”, que sostener: “la obra de fulano fue la mejor”...

Pepín Martín Vázquez en México, 14 de febrero de 1946
En descargo de Alberto Lázaro, he de decir que siempre reconoció su militancia como armillista y en este caso la sostiene y además, como lo señala al final del extracto que les presento, no expresa su gusto, sino que manifiesta sus razones por las que cree mejor la faena de Armillita sobre la de Pepín Martín Vázquez.

Las consecuencias del festejo

Ya les decía que la corrida tuvo un más allá. La Unión de Matadores de Toros que presidía Luciano Contreras decretó a Manolete una suspension en sus derechos sindicales. La prensa mexicana, de esos días  en específico, la agencia que remitía noticias al diario El Informador de Guadalajara – publicó la siguiente información:

…La Unión de Matadores de Toros, del cual es Secretario Luciano Contreras, anunció un veto a Manolete, por dos años para no torear en plazas mexicanas… La determinación de la Unión, obedece por no haber toreado hoy el diestro cordobés estando anunciado, pretextando estar enfermo, pero los médicos que lo reconocieron dictaminaron que estaba bien. Esto viene a suspender la corrida “mano a mano” que estaba anunciada para el sábado próximo en la Plaza México con Silverio Pérez. Se dice también que el cordobés está siendo atacado por un diestro mexicano, que hace labor subterránea en contra de él…

Al final de cuentas, Manolete no dejó de torear ninguna de las corridas que tenía contratadas en México en ese año de 1946 y volvería al siguiente calendario, aunque las relaciones profesionales entre las torerías de España y México, que apenas se habían reanudado un par de años antes, se agriaron y a mediados de 1947 se darían por interrumpidas. No se volverían a reanudarse hasta 1951.

Pero el corolario aquí es que la gran obra de Pepín Martín Vázquez con Caribeño de Xajay sigue viva en la memoria colectiva y nos recuerda que el hijo del Señor Curro nos anunció con ella un modo nuevo de hacer el toreo, uno que se quedaría para la posteridad.

Aldeanos