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miércoles, 14 de octubre de 2009

La tragedia de Joselillo vista por El Tío Carlos

Pensé concluir estos recuerdos de Joselillo con la entrada del día de ayer, pero hurgando en la biblioteca, me encontré con estos dos valiosísimos textos de don Carlos Septién García, El Tío Carlos, a quien ya había presentado a Ustedes y que describen in situ, la situación y la realidad de lo que fuera la última tarde y la muerte de Laurentino José López Rodríguez.

No tiene desperdicio ninguno de los dos, que fueron recopilados por el propio autor en su libro Crónicas de Toros, publicado por primera vez en 1948 y reeditado tres décadas después. Y como los toreros malos, aprovecho el viaje para recordar también a este gran escritor mexicano, ya que el lunes se cumplen 56 años de su óbito en un accidente de aviación. Ojalá los encuentren de interés.


La cornada

28 de septiembre de 1947. – Pepe Luis Vázquez, Joselillo y Fernando López Con toros de Santín.

¡Y Joselillo estaba comenzando a torear!

Por eso su desgracia duele doblemente. Porque la cornada vino a segarle el vuelo precisamente en la tarde en que ese muchacho todo valor y autenticidad había comenzado a intentar un toreo diferente del tancredismo que hasta ha ce poco practicara. En su primer toro de ayer – un animal con genio, fuerza y ganas de prender – José Rodríguez había cuadrado la muleta para meter en ella la embestida, había aguantado heroicamente en varios derechazos y pases por alto y aun había despedido de mucho mejor modo que en ocasiones anteriores.

La estatua fatalista que estábamos acostumbrados a ver bamboleándose sobre su rígida peana, empezaba esta tarde a cobrar vida y a ejercer sobre el toro una voluntad diferente a la de la simple entrega irremediable: la voluntad de hacer triunfar al hombre sobre el instinto.

Vino la cornada cuando el muchacho, empujado por su vergüenza, volvió a sus antiguos pasos y trató de arrollar con su heroica inmovilidad de muñeco de juguetería las leyes todavía inderogadas a las que está sujeto el movimiento del toro. El pitón no tuvo necesidad de ser impulsado por esfuerzo especial alguno para cruzar el muslo del novillero; sólo adelantó un poco y tropezó con el cuerpo que se le ofrecía en un holocausto descubierto y resignado.

Porque este es el verdadero sentido de la grave cornada que sufrió José Rodríguez. El mismo de la muerte de Linares y de la tragedia de Villa Vicosa. Varían – claro está – la experiencia y la potencialidad de los protagonistas en los diferentes dramas de estos treinta días aciagos. Pero el sentido es el mismo: el de un holocausto. El torero de entraña y de casta sabe que la muleta sirve para vencer al toro, pero no siempre para vencer al público. Y que para poder con éste no hay sino un "engaño": el rojo – también – de la propia sangre. Con ella prueban los toreros genuinos que lo que hacen frente a los toros es auténtico.

Dos son esas obras que los toreros cumplen en el ruedo: la una es el arte mismo que realizan. La otra es la actitud. En cumbres como Manuel Rodríguez, arte y actitud se funden en unidad insuperada; tan legítimo es el uno como la otra. En novilleros como José Rodríguez, el arte está en formación. Pero la actitud ya está cuajada. Y ella es de entrega a su responsabilidad y de limpia ambición de ovaciones.

Joselillo – lo hemos dicho varias veces en estas notas semanarias – ha sido para el aficionado motivo de constante temor, precisamente por esa desigualdad existente entre su casta y su técnica, entre su actitud y su dominio de las suertes. En tanto que la vergüenza de José Rodríguez es de torero cabal y no admite ya superación alguna, su técnica ha estado largo tiempo en embrión, porque nunca fue cuidado ese aspecto vital de su personalidad torera. El resultado es que el muchacho se ha parado frente a los toros en una actitud de inmolación constante: inerme, indefenso, entregando en cada pase y en cada lance, la ofrenda heroicamente resignada de su inmovilidad. Hasta ahora, en que vino la cornada de gravedad sin atenuantes.

Y ahora precisamente, cuando comenzaba a correr la mano tal y como lo hizo en los derechazos a su primer enemigo; cuando buscaba centrar al toro en la muleta y hada esfuerzos por despedir al animal, como lo logró en varias ocasiones durante su primer trasteo. Ahora es cuando ha venido la cornada. Evidentemente, el buen toreo estásufriendo los embates de un vendaval adverso.


Que se mejore Joselillo pronto y bien. Que cuando regrese a levantar su inmovilidad frente al toro, sea para que el riego de su sangre florezca en una técnica que lo libre del cruento sacrificio de cada pase y de cada lance. Para que su dominio iguale la grandeza de su vergüenza torera. Porque en otra forma no podrá vivir del toreo. O mejor: no podrá vivir.

Los alternantes de José fueron la prudencia vestida de grana y oro en el caso de Pepe Luis Vázquez y de tabaco y oro en el de Fernando López. Aquél utilizó su experiencia para no exponerse en toda la tarde sino al peligro que se deriva de dar saltos: romperse una pierna. Fernando, más decoroso, revistió de suavidad sus precauciones y se mostró lidiador y habilidoso con el animal que cerró plaza.

Los santínes, con su casta criolla nerviosa, difícil y dispareja. Además, con sus kilos sobre los lomos.



Esta segunda pieza - una verdadera elegía -, fue publicada en el diario El Universal -a anterior vio la luz en el semanario La Nación - al día siguiente del fallecimiento del infortunado torero:

En el entierro de Joselillo

Patio de cuadrillas.

La carroza que llevaba los restos mortales de José Rodríguez, se detuvo a la puerta del Cementerio Español, junto al enhiesto fresno amarillo que vigila la reja del camposanto. Simultáneamente, la marejada tumultuosa del dolor popular – ayer apenas clamor de gloria sobre el túnel de cuadrillas – reventó contra el carro mortuorio: era un oleaje de luto, de flores y de rostros crispados en e! que se hundió por momentos el féretro gris.

Al fin, la caja donde José Rodríguez hacía su último viaje triunfal quedó izada y en sosiego. Dijérase que el novillero se terciaba el capote de lujo en el umbral mismo del misterio. Que allí volvía sus ojos tristes hacia el cortejo – ahora negro – de los compañeros. Y que después de un "¡suerte!" enronquecido y sincero, se disponía a hacer el paseíllo final por el ruedo de cruces.

¡Este lloroso patio de cuadrillas del Cementerio Español! ¡Y este Joselillo heroico, más pálido que nunca, más firme que nunca, porque sabía muy bien que de esta arena de cementerio sí que marcharía a la gloria verdadera!

Anda, valiente, carnina por el ruedo de cruces: ¿Qué, no oyes ya la música de los responsos prendiéndote la lumbre de la gloria en el alma? ¿Qué, no ves ya tu cuerpo cubierto con el traje de luces de la resurrección? ¿Qué, no ves que – ahora sí – ya no habrá toro, ni acechanza que pueda hacerte daño y que todos los cuernos han quedado a tus pies?

Anda, torero, anda sin miedo. Que tu faena es ahora descansar en paz…

La Ovación de las Hojas.

¡Y ese fresno amarillo que no podremos olvidar!

Porque en el preciso momento en que el féretro de Joselillo iniciaba su fúnebre marcha hacia la tumba, el fresno amarillo sacudió sus brazos y lanzó sobre la caja una lluvia trémula de hojas de otoño que cubrió de oro lívido el ataúd. ¡Qué lejos – y qué cerca – se hallaban los claveles de Conchita, la de la porra buena, y las rosas rojas de las cuatro de la tarde!

– Mira las hojas – murmuró a nuestras espaldas la voz ahogada de Juan Ignacio Pombo, el amigo de José.

Y las hojas seguían cayendo en una muda ovación de sollozo. Seguían cayendo como cayó la muleta de José Rodríguez en aquella manoletina del 28 de septiembre; como cayó su cuerpo sacudido del pitón de un toro de Santín; como cayó su sangre, manando en raudales silenciosos por la vena rota; como cayó su vida desprendida de una savia joven, enhiesta y melancólica…

¡Qué simple y qué profundo abismo de muerte entre los claveles de las cuatro de la tarde y las hojas de otoño de las seis!

El abismo de la vida y la muerte en el columpio rojo de un pase de muleta. El misterio racial del arte de torear.

Cesaron de caer las hojas del fresno amarillo. Y una verdad quedó en pie: el tronco macizo, inquebrantable, del cual habían caído. El fresno seguía su guardia perenne frente a la puerta de cuadrillas de aquel ruedo de cruces y tumbas.

La muleta de Joselillo; el terno de Joselillo; el parón de Joselillo… Dejemos a las hojas de otoño. Y veamos el tronco rotundo, permanente y viril. Ese tronco que es la actitud de Joselillo frente al toro; ese heroico querer que fue la sustancia misma de su personalidad de hombre y de torero; esa inmóvil guardia caballeresca, altiva y resignada, que él levantó siempre, en cada muletazo frente al cementerio del testuz.

Esa herencia tremenda y gloriosa de Manuel Rodríguez, que Joselillo quiso tomar sobre sus hombros jóvenes con el humilde orgullo y la voluntaria renunciación de quien sabía que con ello tomaba la cruz.

Todo lo demás podrá pasar borrado de la memoria por cualquier remolino. Pero eso queda. Porque Joselillo, el que a nadie podía enseñar nada del arte de sortear reses bravas, es maestro de una cosa tal vez más rara y más difícil: de hombría y de integridad.

Y por ello, su actitud quedará para siempre enhiesta, dorada y triste, como la del fresno amarillo del Cementerio Español…

viernes, 28 de agosto de 2009

Manolete en México, a 64 años vista (I)

Aclaración pertinente: Este trabajo ya lo había publicado en otro tiempo y en otro lugar. No obstante, creo que vale su relectura, por los hechos que revisa, sobre todo la manera y la circunstancia en la que se concretó la llegada del Monstruo de Córdoba a México y que permitió que, a diferencia de Joselito, nuestra afición conociera a una de las grandes cumbres del toreo del Siglo XX.

El boicot del miedo

En 1936 quedaron interrumpidas las relaciones taurinas entre España y México. Fue lo que Juan Belmonte definiera com el boicot del miedo lo que dejara a los públicos de aquí y de allá sin ver a los representantes de la torería de dos países en los ruedos de unos y otros. Ese hecho instigado en buena medida por Marcial Lalanda y Victoriano de la Serna como cabezas notables, tuvo como caldo de cultivo el hecho de que el Maestro Armillita era el torero que dominaba el panorama taurino en el mundo, al ser el torero más solicitado para confeccionar carteles en todas las plazas, tanto, que se afirmaba que ese año del 36 tenía cien corridas firmadas en plazas españolas, una cifra que solo alcanzó en su día el nombrado Pasmo de Triana.

Don Humberto Ruiz Quiroz refiere también como antecedente del boicot el hecho de que tras de una serie de litigios y de controversias, tanto por la tenencia de la plaza de toros El Toreo, como por el destino de los recursos generados por la fiesta, se promulgó un decreto en el que se establecía la normativa en el sentido de que solamente podían ofrecer toros en el Distrito Federal la Beneficencia Pública o empresas con capital mexicano al cien por cien, concesionadas por ésta. Ese decreto gubernativo implicó la salida de la empresa que hasta ese momento manejaba la plaza de la colonia Condesa de Domingo González Mateos, Dominguín¸ quien era el socio más destacado de la entidad que manejaba los destinos del principal escenario taurino de la capital de la República.

Así pues, la imposibilidad de que empresarios hispanos se hicieran cargo de dar toros en la Ciudad de México y la supremacía de un torero mexicano en los ruedos españoles fue el caldo de cultivo que generó la imposibilidad de que los mexicanos actuaran en España y los españoles en México, hecho que produjo, en la óptica del nombrado don Humberto Ruiz Quiroz, la independencia taurina de México, pues por primera vez en mucho tiempo, la fiesta de los toros tendría que subsistir con elementos puramente nacionales.

Por otra parte, en ese mismo 1936 estalló la Guerra Civil Española, que paralizó prácticamente las cosas de los toros, ocasionó la pérdida de una importante porción de la cabaña brava y la muerte de importantes criadores de toros. Igualmente varios toreros resultaron heridos o perdieron la vida en combate y la formación de aquellos que deberían de tomar la estafeta para llevar adelante la fiesta quedó en suspenso y no se reanudaría sino hasta tres años después en condiciones muy precarias, pero abriendo paso a uno de los más grandes toreros de la historia; Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, en los ruedos Manolete.

La situación en México

El regreso de Armillita, El Soldado, Luciano Contreras, Silverio y otros muchos toreros que buscaban en España construir carreras taurinas sólidas, abrió la posibilidad de desarrollar en México temporadas más extensas a diferencia de la española, gracias a la benignidad del clima, que permitiría cubrir un territorio muchas veces más extenso sin tener que suspender la actividad por el invierno, que en la península suele ser crudo en muchas regiones.

También, para enriquecer la cartelería, se promocionaron prospectos que cuajaron en interesantes realidades, como Calesero, Silverio Pérez, Carlos Arruza, Luis Procuna y Fermín Rivera, que serían quienes entrarían en competencia con Armillita, Alberto Balderas El Torero de México, Lorenzo Garza, El Soldado y Jesús Solórzano como cabezas principales de una torería que llevaría sobre sus hombros el peso total de una fiesta que en esos tiempos tendría que avenirse con lo que hubiera en casa.


Las cosas comenzaron a darse de una manera importante, Benjamín Padilla, que fue quien se hizo cargo de las cosas de El Toreo a la salida de Dominguín, abre con una serie de fastos, entre ellos la faena de El Torero de México al toro Capa Rota de Piedras Negras, la inmortal obra del maestro Fermín con Pardito de don Antonio Llaguno, la de Lorenzo El Magnífico con Tortolito de Torrecilla y para no quedarse atrás, también se inscribió en el cuadro de honor el torero de Mixcoac, Luis Castro El Soldado, al inmortalizar a Pajarito de San Mateo. Es decir, la presencia de las figuras hispanas ni se extrañó en ese momento, pues los diestros nacionales colmaron las expectativas de la afición y dejaron patente, nada más iniciada la situación, que podían con el paquete, cuestión que se puso en duda al inicio de la problemática.

Entretanto, la promoción de nuevos valores no se dejó de lado y surgían jóvenes interesantes, como Manuel Gutiérrez Espartero, Juan Estrada, Carlos Vera Cañitas, Antonio Velázquez, Ricardo Torres, Ricardo Balderas, Luis Briones y su hermano Félix y Eduardo Liceaga, que animan las novilladas y llegan casi todos a la alternativa prometiendo una transición sin sobresaltos en el momento de que el relevo se haga necesario.

El tórrido verano del 43

En el verano de 1943 la Unión Mexicana de Matadores envía a España una curiosa embajada. Luis Briones acude en la parte álgida de la temporada ultramarina, en carácter diríamos, de plenipotenciario, a tratar de negociar un reencuentro entre las torerías de aquí y de allá. Ya sucedidos los hechos, resulta evidente que detrás de la actividad de Luis de Seda y Oro se encontraba el gerente de la empresa Espectáculos El Toreo S.A., Antonio Algara, quien seis años después de iniciadas las hostilidades entre ambos bandos de toreros, apreciaba la necesidad de implantar algunos cambios de fondo en la oferta de festejos taurinos en la capital y en la República entera.

En las publicaciones especializadas, principalmente en La Lidia, esa actitud de la Unión fue acremente censurada, columnistas como don Flavio Zavala Millet, que firmaba con el pseudónimo de Paco Puyazo, el hidrocálido don Luis de la Torre El-Hombre-Que-No-Cree-En-Nada y el politólogo e historiador Roberto Blanco Moheno fustigaron a Briones y a quienes lo enviaron a negociar la paz, por considerar que traicionaban un movimiento que podía generar una total independencia de la fiesta de toros en México.

Por otra parte, diversas voces del exilio español se alzaron en contra de la intentona que tras bambalinas patrocinaba Algara, pues decían, Lalanda y Domingo Ortega eran falangistas y esa era la razón de fondo por la cual pretendían mantener el estado de cosas que permanecía en ese momento, habida cuenta de que el Gobierno de México había dado un lugar en el cual rehacer sus vidas a muchos españoles que en su tierra fueron perseguidos por sus ideas políticas.

Así pues, se daban los primeros pasos para allanar las cosas y permitir que México pudiera conocer al torero que estaba conmocionando a la afición española: Manolete.

El arreglo

Las gestiones de la dupla BrionesAlgara rindieron algún fruto, porque a principios de 1944 la agencia de noticias Associated Press, dio a conocer una información, fechada en Madrid el 14 de enero, en la cual se comunica que los Ministerios de Estado y del Trabajo autorizaban a los empresarios españoles a contratar toreros mexicanos libremente, con la única restricción de que el Sindicato Nacional del Espectáculo debería de aprobar los contratos.

El comité que en España participó en la revocación de las medidas gubernativas generadas por el boicot del miedo, se integró por los empresarios Eduardo Pagés, Pedro Balañá y Carlos Gómez de Velasco; los matadores de toros Domingo Ortega, Manuel Jiménez Chicuelo y Joaquín Rodríguez Cagancho; el periodista Ricardo García López K – Hito, los picadores Díaz y Barajas y los banderilleros Morales y Pinturas.

Tres días después Antonio Algara recibe un cablegrama firmado por Manolete, Juan Belmonte Campoy, Pedro Barrera, Manuel Álvarez Andaluz, Rafael Ortega Gallito, Emiliano de la Casa Morenito de Talavera, Cagancho y Chicuelo, en el que comunican su deseo de que los toreros mexicanos que vayan a España no firmen contratos de exclusiva, según reza el texto del cable, para mejor armonía.

Como se ve, el arreglo se entrampó apenas anunciado. Y la temporada 44 – 45 peligraba, porque los toreros que tenían que tomar la estafeta simplemente no daban el paso adelante. Juan Estrada se perdía en un mar de mediocridad. Espartero no aprovechaba el padrinazgo de Garza, Cañitas seguía siendo una buena cabeza de las corridas económicas, pero hasta allí. Ricardo Torres gozó de la incomprensión de empresas y públicos. Gregorio García prefirió derrochar en las arenas de Eros el valor que debió echarle a los toros, según decía don Arturo Muñoz La Chicha y faltaba todavía algún rato para que el sol le saliera de noche a Antonio Corazón de León.

Algo tenía que hacerse y es así que Antonio Algara se dirige de nueva cuenta a la antigua Iberia, a desfacer los entuertos que quedaban pendientes tras de su visita anterior, cosa que consigue el día 11 de julio de 1944, dejando como principal condición que torero español o mexicano que pretenda actuar en México o España, deberá llevar firmados cuando menos tres contratos, mínimo que entiendo perdura hasta nuestros días.

Corresponderá a Carlos Arruza, que buscaba hacer campaña en Francia y Portugal, el poner en marcha el nuevo estado de cosas y así, se presenta en la plaza de Las Ventas de Madrid exactamente una semana después de suscrito el nuevo convenio, para confirmar su alternativa de manos de Antonio Mejías Bienvenida y llevando como testigo a Morenito de Talavera, el toro de la ceremonia se llamó Avilés, de don Vicente Muriel, como todos los lidiados esa histórica tarde, tanto por lo que representa para la historia común del toreo de ambos pueblos, como para la particular del Ciclón Mexicano, que de esa tarde partió a convertirse en una de las más grandes figuras de la historia del toreo mundial.

Pero la temporada mexicana se vislumbraba nebulosa. Lorenzo Garza había anunciado otra vez que se iba y prometía a los cuatro vientos que no volvería a vestir un terno de luces. En una entrevista publicada en La Lidia, afirmaba incluso que había obsequiado todos sus avíos y vestidos de torear y que lo último que le quedaba, que eran unas camisas, se las regalaría a Heriberto Rodríguez hijo, que comenzaba sus pasos como novillero. La historia nos cuenta que a los pocos meses de hacer esos públicos juramentos, volvió para escribir algunas páginas gloriosas de una carrera en los ruedos que se prolongó casi dos décadas más.

Silverio Pérez mantuvo esa regular y enigmática irregularidad que le caracterizó toda su trayectoria en los ruedos. Cuando la confluencia de las circunstancias era la adecuada, el Faraón era insuperable, tanto así que se metió en el ánimo de la afición del mundo, aún sin haber sido visto en muchos lugares. Su leyenda fue suficiente y eso, en el caso de un torero es bastante para trascender. El problema en este caso, es que desde el punto de vista del empresario, no se puede sostener una temporada con un artista de esta clase.

Balderas había dejado la vida en las astas de Cobijero, Solórzano acusaba ya el castigo de los toros y la necesidad de atender otras cuestiones ajenas a los ruedos, El Soldado sufría los embates tanto de las cornadas que dan los toros, como las que dejan las lides nocturnas, por las que sentía una gran afición y si a eso le sumamos, como decíamos arriba, que los que debieron tomar la estafeta, apuntaron, pero por alguna razón, no pudieron o no se atrevieron a disparar, la temporada 44 – 45 en la capital de la República se planteaba complicada para Antonio Algara.

A todo esto había que sumar otro hecho trascendente, el 19 de noviembre de 1944, en San Luis Potosí, el toro Despertador de Zotoluca, infirió al Maestro Armillita una cornada calificada de grave, que lo sacó de circulación por un buen lapso de tiempo, hecho que vino a poner en mayores aprietos la organización del serial taurino más importante del país, de organizarse solamente con lo que se tenía en casa.


Esas fueron las razones por las cuales Tono Algara movilizó lo necesario para sacar adelante la reanudación de las relaciones taurinas entre España y México y para actuar en reciprocidad a lo iniciado con la presentación de Arruza en Madrid en la Corrida de la Concordia y a la campaña que Cañitas entre otros armó por aquellos pagos, contrató para reforzar el elenco a Cagancho, Gitanillo de Triana, Pepe Luis Vázquez, Rafael Ortega Gallito y Antonio Mejías Bienvenida. No obstante la intención, se siguió criticando al empresario por importar toreros en lugar de hacerlos.

La versión mexicana de la Corrida de la Concordia se celebró en El Toreo el 3 de diciembre de 1944 y alternaron en ella Cagancho, Carlos Arruza y Luis Briones. Guillermo Ernesto Padilla afirma que los toros fueron de La Laguna y Carlos Septién García dice que fueron de Rancho Seco, tlaxcaltecas al fin. El primero de la tarde, para el gitano Joaquín Rodríguez se llamó Jazmín y curiosamente representó el retomar un camino que se había dejado de andar algo más de ocho años antes, pues en febrero de 1936, fue precisamente el trianero el último torero español que actuara en México antes de la ruptura.

La intención final del arreglo era la de traer a Manolete, pero dado lo avanzado de la campaña española cuando éste se logró, no fue posible ajustarlo para venir a México, por esa razón, se tuvo que esperar hasta la temporada siguiente, en la que Manuel Rodríguez Sánchez, traería su conmoción en persona, al medio taurino mexicano.

domingo, 1 de febrero de 2009

El Tío Carlos


Un buen amigo me ha hecho llegar una obra titulada Crónicas Taurinas (Colección Autores de Querétaro, número 20, selección de Carlos Jiménez Esquivel, Gobierno del Estado de Querétaro, 1991), una recopilación de crónicas escritas por el abogado, político y periodista queretano, don Carlos Septién García (1915 – 1953), mayoritariamente conocido por su alias periodístico que titula este post, pero que también firmó en lo taurino como Don Pedro y El Quinto.

El Tío Carlos cubre con su narrativa de los acontecimientos taurinos una etapa que resulta importante para la comprensión del devenir actual de la Fiesta en México, pues entre 1941 y el año de su defunción, tuvo la ocasión de presentar a la afición mexicana una visión más o menos ecuánime – su preferencia por Silverio y por Arruza trascienden a su obra – y absolutamente desinteresada de lo que sucedía en las plazas de toros de la Ciudad de México, las principales de esta República.

En sus propias palabras:

…la valorización simplemente técnica de las corridas – tan útil y necesaria a la pureza de la tauromaquia – no podía constituir por sí misma el atractivo principal de una reseña para esas grandes multitudes que llenan las plazas con más sed de emoción plástica o dramática que de perfección de procedimientos… el olvido de la pureza técnica podía desviar al toreo por las sendas del barroquismo sin sustancia, del esteticismo decadente o del drama sin dignidad… consideró por todo eso que si alguna misión habría de cumplir como cronista de toros ella sería la de servir el inagotable buen gusto del público mexicano ayudando tanto a definir los valores estéticos que cada torero representa, como a darles una jerarquía justa y fundada…


Esta cita la hago del prólogo que hace al primer libro que sobre el tema publicó, titulado Crónicas de Toros, que vio una primera edición en 1948 y una segunda 30 años después, en la que recopila en una primera sección las crónicas que escribió bajo el seudónimo de El Quinto en el semanario La Nación, del cual fue fundador y en la otra, las que como El Tío Carlos alumbró en el diario El Universal de la Ciudad de México, dándose el caso, de que de algunos festejos, seleccionó las dos para integrar la publicación.

La mayoría de los historiadores de la prensa taurina en México le ubican como cronista solamente entre 1941 y 1948, pero la obra que motiva este comentario nos deja en claro que siguió adelante prácticamente hasta su muerte, cubriendo entonces la cúspide de la Edad de Oro del toreo en México y su transición hacia la Edad de Plata, dejándonos en sus crónicas una imagen escrita con la pluma sobre el papel, que nos permite conocer con bastante fidelidad lo que representó en su momento cada uno de los ganaderos y diestros a los que se refiere en sus relaciones.

Horacio Reiba Alcalino, evocando a Ryszard Kapucinski comenta que varias de las virtudes del periodismo taurino se han perdido hoy en día y hace especial énfasis en dos: la cultura general del escribidor y la falta de estilo personal, lo que no permite ni identificar, ni disfrutar el contenido del relato de los sucesos acaecidos en los festejos, pues o como decía El Tío Carlos, se cae en una sesuda descripción técnica que tiene como característica principal su ininteligibilidad o en una serie de barroquismos hueros que dicen menos que nada. Por eso, considera el cronista de la Puebla mexicana, Carlos Septién García pertenece a una aristocracia que está prácticamente extinta.


Los textos contenidos en Crónicas Taurinas hacen una transición casi silenciosa del primer libro de Septién. Si bien se repiten algunos textos que son obligados, como aquél de El Castaño Expiatorio, los relativos a la muerte de Manolete y el entierro de Joselillo, extraídos de lo que el autor titulara como el Martirologio de 1947, el relativo a la tarde de Garza con Amapolo y El Monstruo con Murciano o el de la faena de Armillita a Nacarillo de Piedras Negras, el resto constituyen un interesante panóptico del desarrollo de la Fiesta mexicana en el lapso de tiempo que cubre su actividad como cronista, en el que podemos ver la consolidación de toreros como Rafael Rodríguez El Volcán de Aguascalientes, Manuel Capetillo y Jesús Córdoba, o conocer, prácticamente de primera mano, el transcurso del hacer de Manolo González, José María Martorell o Julio Aparicio en la cumbre de sus carreras por los ruedos de México.

Concluyo con otra reflexión de Carlos Septién García, que a mi juicio resulta enriquecedora:

…los toros son más que una simple “fiesta” sujeta a tales o cuales costumbres… tenemos en ella una de las mejores expresiones populares del genio de nuestra raza y de muchos de sus más nobles impulsos. Gracia, valor, autenticidad, liturgia, capacidad de hazaña, sentido del sacrificio, religiosidad, belleza, generosidad, entrega… Todo esto y más forma la sustancia humana de las corridas de toros, caudal de temperamento, de tradición y de anhelos que fluye en los toros con poderío y libertad incomparables… Es la misma sustancia de que está hecha la Patria; la misma de que están amasadas las grandes creaciones de nuestra estirpe en cualquier otro campo del espíritu. Resulta entonces no sólo legítimo sino aun en cierta forma debido el dar a los toros el rango de magnífica creación popular de nuestra cultura…


En suma, estamos ante una obra que aparte de servir de referencia, nos lleva por los caminos de un conocimiento culto de lo que fue en su día, la Fiesta de los Toros en México.

Aldeanos