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domingo, 8 de abril de 2012

8 de abril de 1962. Muere Juan Belmonte


Manuel García Santos, periodista jerezano que llegó a México al término de la Guerra Civil Española y que se quedó entre nosotros pa’ los restos, fue cronista titular del diario El Sol de México de la capital mexicana y fundó y dirigió varias publicaciones semanarias. La más destacada fue El Ruedo de México, que pretendía en una gran medida, ser una especie de espejo del que se editaba en Madrid por las mismas calendas y aunque su vida fue más corta, su aprecio por la afición mexicana fue muy grande, dada la calidad de la información que contenía.

García Santos publicó en 1962 un libro sobre la vida de Juan Belmonte, titulado Juan Belmonte. Una vida dramática, en el que recoge en alguna medida el testigo de lo que dejara escrito Manuel Chaves Nogales en Juan Belmonte. Matador de Toros, porque cubre, aunque sea de manera apretada, la vida del Pasmo de Triana a partir del momento en el que se cierra la extraordinaria biografía de Chaves Nogales, hasta el momento de la muerte del revolucionario del toreo.

Hoy se cumple medio siglo de la desaparición física del torero de la Calle Ancha de la Feria, considerado trianero porque allí se crió y porque de allí salió a los ruedos. Del libro de García Santos, extraigo algunas partes del último capítulo, relativo al último tramo de la vida de Juan Belmonte, que espero encuentren de interés y que sirva para recordar a este inmortal de la fiesta:

Yo tengo una gran amistad con Andrés Martínez de León. Andrés es, sin género de dudas, el mejor pintor de asuntos de toros que tiene España. Sevillano, lleno de gracia y de una inteligencia privilegiada, Andrés, que conoce a la fiesta por dentro como nadie y tiene ojos de lince en la plaza, ha captado con el embrujo torero de su lápiz los mejores momentos de Joselito, de Rafael “El Gallo”, de Gaona, de Juan Belmonte..., ¡de todas las figuras del toreo!  
Visitábamos en Sevilla, Belmonte y yo, una exposición de cuadros de Andrés, y llegamos a uno en el que, bajo un cielo anubarrado y lleno de presagios, en pleno campo andaluz, con luces precursoras de tormenta, aparece un caballista muerto, con la mirada vuelta hacia aquel cielo de plomo. Está el caballista entre el caballo que montaba y un toro que aparece en primer término a la izquierda.  
El significado era claro. Un toro había acometido al jinete en pleno campo y el jinete, al no poder dominar al caballo, cayó desmontado y sin conocimiento – muerto quizá – mientras el toro autor de la tragedia permanece quieto, pronto a arrancarse sobre el caído si hace algún movimiento, que es la actitud que toman los toros en el campo.  
Belmonte miró durante mucho tiempo el cuadro – se sentía fascinado por aquella magistral interpretación de Andrés, de las faenas camperas –, y comentó conmigo:  
- Esa es una muerte bonita para un torero que no haya muerto en la plaza... 
- ¿Lo cree usted así?... 
- ¡No voy a creerlo! ... Están en este cuadro los tres elementos que llenan y colman la afición de un torero: el campo, el caballo y el toro. Y esa muerte, a juzgar por cómo la ha pintado Andrés, ha sido una muerte sin agonías lentas, sin juntas de médicos a la cabecera, y familiares que se deshacen en llanto; sin inyecciones que no dan ya resultado; sin nada de eso que hace del instante de morir una cosa trágica, cuando la muerte debe ser, y lo es, un accidente natural...
- Entonces, Juan, ¿usted no admite que el torero muera en su cama?... 
- El torero debe morir sobre la arena de una plaza.  
Pero si lo respetan los toros y llega a la edad sosegada y pacífica del retiro – como se le supone que su afición no se ha borrado –, su muerte natural es a caballo, con las espuelas puestas y en un instante en que sus apetencias y sus glorias se hayan cubierto... 
Recientemente, en uno de los viajes que Belmonte hacía a Madrid para que lo viera Jiménez Díaz, éste le dijo:  
- El que está muy grave, yo creo que se va a morir, es Julio Camba.  
Julio Camba, el famosísimo escritor humorista, era uno de los entrañables amigos de Belmonte desde su primera época de novillero, cuando Juan ingresó en la peña de aquellos intelectuales de Madrid. Y la noticia sobrecogió a Belmonte, a pesar de que Belmonte tenía un corazón que resistía los mayores embates:  
- ¿Y de qué se muere Julio, doctor?...
- Como usted es un hombre excepcional y tiene más que probada su entereza, se lo voy a decir: Julio Camba se muere de la misma enfermedad que tiene usted. 
Belmonte fue a ver a Camba a su lecho de enfermo.  
Camba no era ya Camba. ¡Era una piltrafa humana que aguardaba, semiinconsciente o resignado, el momento ya próximo de entregarle su alma a Dios.  
Todos los amigos de Madrid me cuentan que la muerte de Julio Camba impresionó profundamente a Belmonte. Por lo mucho que quería a Julio y porque en esa muerte veía retratada la suya, no muy lejana ya... 
Se quedó en Madrid Belmonte y allí estuvo hasta el entierro del amigo dilecto. Después de cumplida esa misión, Belmonte se volvió a Sevilla, no sin que antes le dijera Jiménez Díaz:  
- Usted puede durar unos años todavía. Unos años si... vive con método y si abandona esa afición absurda, por lo peligrosa, de montar a caballo…  
Regresó Belmonte a Sevilla y regresó solo, como solo vivía desde hace mucho tiempo. Su esposa quedó en Madrid, y sus hijas, casadas ya, permanecieron en sus hogares.  
De todo esto me tenían al corriente amigos íntimos de Belmonte y míos, y ya he dicho que su sobrino, Alberto Blanco Belmonte, me había dicho en Guadalajara que si quería ver a Belmonte que no dejara de acudir a esta Feria por si para la próxima... 
Y el domingo, día 8, cuando yo activaba los preparativos para mi viaje a España, los semanarios mexicanos daban la noticia terrible: “¡Murió Juan Belmonte!...”  
Primero no intenté siquiera pensar en la noticia. Me bastaba – ¡y me sobraba! – con el hecho de sentirla. Suspendí mi viaje y quedé anonadado. Al día siguiente comencé a hacer conjeturas. Y a devorar las informaciones de prensa y a escribir a mis amigos de Sevilla en demanda de detalles. Se decía en principio que había muerto repentinamente, en el escritorio de su finca de Gómez Cardeña, al regreso de una dura tarea a caballo en la que, no sólo había derribado varias vacas sino que – esto se susurraba en los corrillos – había toreado a un semental de su ganadería.  
Luego se habló de suicidio. La noticia se puso en cuarentena, por discreción natural y por respeto a Juan. Pero cada vez adquiría el rumor mayores caracteres de cosa cierta. ¡Sí!... ¡Se suicidó de un tiro en la sien derecha!... ¡Había estado muchas horas a caballo galopando sin tregua y, como al llegar a Gómez Cardeña – al caserío – tuvo una hemorragia terrible, sacó del cajón de su escritorio una pistola y se mató!...  
Yo repasaba mis recuerdos. Volvía a vivir aquellas horas de angustia que padeció Belmonte en su primera época de matador de toros, cuando su afición desmedida por las lecturas le trastornó un poco el juicio e intentó varias veces suicidarse... Recordé sus tristezas de niño; aquellos paseos vespertinos con su padre hasta los billares de la calle de La Sierpe, donde el niño Belmonte se aburría muchas horas viendo a su padre carambolear, y oyendo conversaciones de hombres maduros, que decían cosas que él no entendía, pero que le iban abriendo los ojos hacia una vida llena de materialismos y de concupiscencias... Belmonte había roto con aquello para algo peor; para ir a caer en las pandillas de golfos – toreros de San Jacinto, donde ya la vida se le fue perfilando a Juan como algo muy duro, como algo lleno de crueldad, contra lo que había que enfrentarse para no ser vencido... Luego, los fracasos en las plazas de toros, el trabajo duro en Tablada – trabajo que no alcanzaba la remuneración proporcionada al esfuerzo –, y la vuelta a los toros, y aquel jugarse a diario la vida para llegar a ser lo que fue y verse acariciado por la fama, el dinero y la adulación de las gentes... 
Recordé el cuadro de Andrés Martínez de León, del hombre muerto cara al cielo, con las espuelas puestas, con el caballo y el toro enmarcando sus últimos instantes... ¡Recordé tantas cosas!... Y no dejaba de machacarme en el cerebro la idea del espectáculo que Belmonte había visto en su última visita a Madrid, cuando su amigo Julio Camba se debatía extenuado, flaco y hecho un pingajo, con la muerte por arterioesclerosis.  
Quise reconstruir – sin calar muy hondo en detalles y en circunstancias Íntimas por el cariño que le tuve y por respeto a su memoria – los instantes que precedieron a la muerte de Juan. Mis familiares y mis amigos de Sevilla coinciden todos:  
- Mira: lo que se dice, pero sin estar comprobado, es que Juan toreó un semental – acaso quería que lo matara un toro, ya que sus piernas estaban demasiado torpes – y que además de torear al semental estuvo derribando vacas hasta el cansancio. Llegó a la finca, desmontó y subió torpemente la escalera. Al ama de llaves, que acudió a preguntarle si deseaba algo, le pidió una copa y recado de escribir. Tomó la copa – antes había tenido en el cuarto de baño una hemorragia terrible –, escribió unas líneas cortas para explicar que se mataba, y se pegó un tiro en la sien derecha. En esa sien en la que tenía, como señal indeleble, la cicatriz de la cornada en el Arahal. Acaso se pegó el tiro sobre la cicatriz de su triunfo y de su primer drama...  
Cuando descubrieron lo sucedido, acaso por el ruido del disparo, se llamó a un sacerdote, se reclamaron los auxilios de un médico. El sacerdote actuó con arreglo a su sagrado ministerio y el médico, cuando llegó, sólo pudo certificar la muerte de Belmonte. 
Se le amortajó con el hábito del Cristo de la Expiración – el capuchón del hábito encubre piadosamente el boquete terrible del balazo – y se cursaron telegramas a los familiares, a los amigos, a todos aquellos a quienes pudiera afectar directamente la pérdida del gran torero y el hombre genial que acababa de fallecer... Y eso es todo.  
No. Eso no es todo. Hay mucho más. El féretro que contenía el cuerpo de Belmonte fue llevado a la Catedral Metropolitana de Sevilla, donde se celebraron solemnes funerales por el descanso de un alma que no había descansado nunca. Los cantos litúrgicos imploraron para Belmonte una paz que jamás conociera el hombre cuyo vivir fue una guerra continua. Luego el féretro salió en hombros por la Puerta del Perdón – ¡qué bello el símbolo! ... – que comunica al Patio de los Naranjos con la calle. Y organizada ya la comitiva, el luto de Sevilla seguía al cadáver del torero en un acto de dolor intenso, profundo, sin llantos histéricos ni alardes de una pena que, por ser muy honda, aparecía serena en la superficie. Se enlutaron los balcones del trayecto. Se asomaban las mujeres sevillanas que se habían asomado cuarenta años antes para ver pasar al ídolo... Y en un instante el pueblo sevillano reaccionó. Se apoderó de los restos gloriosos y se encaminó con ellos hacia la Plaza de la Maestranza, hacia el lugar donde tuvieron lugar las hazañas homéricas de aquel hombre que ahora iba en su féretro, rígido, y con una indiferencia hacia todo, que culminaba la indiferencia que tuvo siempre frente a la vida. 
No se abrió la plaza. Se detuvo el cortejo frente al arco de forja bajo el que tantas veces Belmonte salió en hombros y aclamado con vítores, y el cortejo siguió a la calle Castilla, esa calle tan ligada a los episodios de su vida heroica. Y de allí al cementerio florido de San Fernando, donde está el “Espartero”, donde yacen Antonio Montes y “Gitanillo de Triana” y Rafael “El Gallo” y todos los que fueron glorias del toreo en Sevilla. A la entrada del cementerio, a la izquierda, Joselito “El Gallo”, con el rostro de cera y envuelto en un capote, va conducido en olor de multitudes – gitanos, señoritos, bailaoras, cantaores de flamenco, toreros, ¡el pueblo entero! –, todo eso hecho piedra por el cincel maravilloso de Benlliure.  
Allí paró el cortejo. José, en piedra y llevado por persona j es de piedra y bronce, vio llegar a su compañero que venía en carne, y conducido por muchedumbres de carne, y llegaba después de cuarenta y dos años de espera. ¡Ya estaban juntos otra vez los dos colosos!... ¡Ya podía reanudarse en las noches de luna de Sevilla la competencia aquella que exaltaba a los públicos hasta el paroxismo!... Fernando Villalón, el ganadero – poeta que cinceló los “Romances del 800” podía repetir su elegía corta – cortada como un cante por solea –, que ahora repetirán los gitanillos del Altozano y canturrearán en las carreteras llenas de sol los torerillos que van a las capeas llenos de fe en su destino y de admiración por Juan Belmonte:  
“¡Puente de Triana!... 
Yo he visto un lucero muerto que 
se lo llevaba el agua!...”  
Si don Juan Fermín de Plateros viviera todavía, iría en los atardeceres a rezar a la tumba del torero glorioso que “se murió con las espuelas puestas y vestido de campo”.  
Yo sé de una mujer – antes bellísima y ahora, si todavía vive será una anciana respetable –, cuyo padre criaba los toros más bravos y de mejor trapío que salían a las plazas. Esa mujer, que fue el amor frustrado, ¡el gran amor de Joselito!, ha estado yendo a dialogar íntimamente con él durante muchos años al Cementerio de San Fernando. Si vive todavía y continúa con su costumbre de visitar al novio espiritual que tuvo, acaso con esa intuición y esa sensibilidad tan fina que tienen las mujeres, oiga diálogos entre Juan y José, y acaso Joselito le repetirá a Juan las palabras que le decía Sánchez Mejías cuando lo incitaba para que volviera a los toros:  
- “Llevo esperándote aquí muchos años... Los dos éramos el toreo y uno solo era incompleto..., le faltaba el otro. ¡Pero ya nos hemos reunido!... ¡Bienvenido seas, Juan!... 
Así es como narró Manuel García Santos, en su día y a la distancia, los últimos tiempos de Juan Belmonte. Espero que hayan encontrado interesante esta narración y los recuerdos que contiene.

domingo, 5 de junio de 2011

En el centenario de Armillita, VI

3 de junio de 1945: Armillita corta un rabo en su reaparición en Sevilla

Anuncio de la Corrida de la Prensa
de Sevilla de 1945 aparecido en el
diario ABC de Sevilla
Todas las referencias de la Historia parecen llevarnos a la conclusión de que en el año de 1936, Armillita sería el torero que más fechas sumaría en España. La misma Historia nos deja claro que dos acontecimientos, en apariencia desvinculados entre sí, acabarían por impedir en definitiva ese logro. El primero fue la Orden Ministerial publicada en la Gaceta de Madrid del 3 de mayo de ese año, mediante la cual se impusieron a los toreros extranjeros – sin distinguir nacionalidades, aclaro – una serie de condiciones difíciles de cumplir ya iniciada la temporada y suscrita por Enrique Ramos, en esos días Ministro del Trabajo, Sanidad y Previsión de la República Española y el segundo, el inicio de las hostilidades de la Guerra Civil, un par de meses después. Afirmo que la desvinculación de ambos hechos es aparente, porque el tufo político de la Orden Ministerial que menciono no se puede ocultar y creo que algo tiene que ver con los demás conflictos que desembocaron en la sangrienta confrontación armada, pero eso lo discutiré en otro espacio, probablemente aquí mismo.

El hecho es que debido a esa Orden Ministerial, Armillita y un importante número de toreros mexicanos que actuaban en España, sin distinción de categoría tuvieron que volver a México y durante el transcurso de la Guerra y un lustro después de ella, permanecieron alejados de los ruedos hispanos, porque si bien algunos diestros hacían campañas europeas en Portugal y en Francia, el arreglo con la torería española tardó unos años más en producirse y fue precisamente cuando para la campaña invernal 1944 – 45, don Antonio Algara contrató a los primeros diestros españoles que venían a México en preparación de la traída de Manolete para el siguiente invierno.

La vuelta del Maestro Fermín a las plazas españolas

En el ámbito de esa nueva apertura, es que Armillita vuelve a hacer una campaña española, pero ya en términos distintos a las que llevó a cabo entre los años de 1928 a 1936, pues fue a torear en plazas de primera, en un número reducido de festejos y percibiendo honorarios de acuerdo a su indudable categoría. Es así que el resultado final de esa temporada de 1945 se redujo solamente a 32 festejos, 28 en España y 4 en Lisboa. Dos de ellos tuvieron lugar en la Maestranza sevillana y el que me ocupa en este espacio, fue la Corrida de la Asociación de Prensa de Sevilla, misma que tuvo lugar el domingo 3 de junio de ese calendario.

Molinete de Armillita
por Carlos Ruano Llopis
Refiere Filiberto Mira en su libro Medio Siglo de Toreo en La Maestranza, 1939 – 1989, que originalmente se había pensado en Silverio Pérez para formar parte del cartel, dado que El Faraón nunca había actuado en esa plaza, pero al final, la dirección de la Asociación de Prensa consiguió que fuese Armillita el que integrara el cartel de ese tradicional festejo junto con Domingo Ortega y Pepe Luis Vázquez, para enfrentar un encierro de Manuel González Martín – de origen Juan Contreras y hoy correspondiente a la ganadería de Baltasar Ibán –, una vacada que en esas fechas se encontraba en sus horas bajas.

Como dato curioso, Fermín Espinosa había tenido solo 4 actuaciones anteriores en Sevilla. Se había presentado en la Maestranza el 27 de abril de 1930, alternando con Marcial Lalanda y Mariano Rodríguez Exquisito en la lidia de toros de Villamarta; volvió en 1932 y en 1933 actuó 2 veces, cortando una oreja el 20 de abril. Así que en alguna manera, en el decir de José Carlos Arévalo, era un torero visto y no visto…, pero también, quedaba en cierto modo patente aquello que se imputa a la afición hispalense, en el sentido de que los toreros que no son de por esos rumbos, tardan en calar en su ánimo.

La Corrida de la Prensa de 1945

La crónica del festejo, suscrita por Antonio Olmedo DelgadoDon Fabricio en la edición sevillana del diario ABC del martes 5 de junio de 1945, titulada Decíamos ayer…, en clara alusión a la expresión que se atribuye a Fray Luis de León al momento de retomar su cátedra en Salamanca después de dos años de injusta prisión y por ende de separación de ella, en lo medular dice:
¡Con qué gusto ha vuelto a torear Armillita en la Real Maestranza de Sevilla! Había el domingo en la famosa plaza fiesta de campanillas. Armillita era el primer espada de una terna de maestros, que la Asociación de Prensa había elegido para su tradicional y renombrada corrida y en tal oportunidad la preeminente figura mejicana volvía a pisar el ruedo sevillano al cabo de poco más de una década. 
La emoción del artista, ganada por el ambiente, que otro tiempo auspiciara sus claros triunfos, era ostensible en la franca sonrisa que irradiaba la cara de Fermín al hacer el paseo las cuadrillas. Armillita, sin duda, sentía cercano el halago de las palmas logradas en pretéritas tardes triunfales: se le había pasado el tiempo. Y no a renovar añejas proezas, sino a continuarlas salió a la plaza Fermín. Abrió éste su capote ante el primer toro para dibujar unos lances majestuosos a la verónica, que arrancaron el olé unánime; terció en quites con idéntica perfección y las palmas restallaron como el trueno. Aquello era sencillamente que Armillita reanudaba sus enseñanzas en la famosa cátedra del Baratillo, y así, al comienzo de la interesante lección de tauromaquia con que había de regalar el gusto de la afición docta e iniciar en los secretos del arte a los aprendices de aficionado, pudiera haber repetido la famosa frase: «Decíamos ayer... ». 
La lección fue completa, sin tacha alguna. Banderilleó Armillita a sus dos toros con facilidad y limpieza, llegándoles alegremente para lograr la más ajustada reunión; brilló con el capote en lances y quites de ley, más con la muleta logró dos faenas magníficas, la primera brindada al público e iniciada con un perfecto pase de pecho y otro natural por alto, continuada con cuatro naturales soberbios de puro estilo. Esto es, dando la pierna y cargando la suerte como ésta quiere cuando se ejecuta a la verdad. No importó que el toro se aplomara para que Armillita desgranase toda la gama de su extenso repertorio, en el que ni siquiera está excluido el novísimo molinete de rodillas. Vistosísimos adornos pusieron fin a la faena, por sí sola merecedora de la oreja, que no fue concedida, aunque el público la instara insistentemente. Señaló bien Armillita y secundó con media lagartijera. ¿Por qué, pues, el rigor presidencial? Huelga decir que Armillita fue objeto de todos los homenajes. 
En su segundo, un toro manso y gazapón, cuya muerte brindara a Juan Belmonte, Armillita cuajó otra faena por bajo, de muletero grande, la que culminó en derroche de arte y gallardía al torear en redondo, pisando el espada un terreno en la que la jurisdicción del toro quedaba anulada. Después de señalar dos veces, Armillita fulminó a la res de una estocada hasta la bola. Las orejas y el rabo del manso lucieron en las manos del triunfador al dar la vuelta al ruedo y salir al tercio a saludar. Hoy como ayer…
Lo que no cuenta la crónica en torno al suceso

Filiberto Mira tendría cerca de 18 años cuando los hechos ocurrieron y casi once de vivir en Sevilla y asistió al acontecimiento, aunque en sus obras cita también las versiones de dos aficionados, Manuel Baena y Rafael Ríos Mozo. En el libro arriba mencionado afirma que el brindis de Armillita a Juan Belmonte fue de la siguiente guisa:
Con el recuerdo a Gallito, tengo el honor de brindarle esta faena en Sevilla, con el deseo de que sea digna del torero al que se la dedico. Va por Usted, Maestro…
De la versión de Manuel Baena, el mismo Filiberto Mira invoca directamente la siguiente afirmación:
Al terminar esta corrida me comentó Manuel Baena, aficionado ultragallista: Niño, con lo que le has visto hoy a Armillita, ya tienes idea de lo que fue José el Gallo. Sólo José podrá igualar lo que esta tarde le ha hecho Armillita al cuarto toro. Y fíjate bien, que te digo igualar, porque superar lo de Armillita es un imposible en el toreo…
Años después, Fermín Espinosa le referiría al propio don Filiberto el siguiente suceso, ocurrido en los días posteriores a la corrida:
…fui yo con mi esposa después a dar un paseo en coche con caballos por Sevilla y los hombres se descubrían al verme pasar. Después hicimos parada en el Parque de María Luisa, para tomar un refresco en el Bar Bilindo. Al verme descender los que estaban allí se pusieron de pie y me dieron una gran ovación. Ese ha sido uno de los más grandes momentos de mi vida de torero. Una cosa como esa, sólo es posible en Sevilla…
Para terminar

Armillita, triunfador
Tras de este, su gran triunfo en Sevilla, Armillita volvería a La Maestranza al año siguiente y actuaría tres veces en su albero. El día de la Asunción – de la Virgen de Los Reyes, dicen allá – dictaría su postrera lección magistral en el Baratillo – también en Corrida de la Prensa –, pero eso quizás sea objeto de otro espacio, aquí mismo.

domingo, 31 de mayo de 2009

¡Los dos solos!: Como era antes y como es hoy

Ha terminado la Feria de San Isidro y hay mucho material para la reflexión. El éxito se apareció muy de momento en momento en la Plaza de Las Ventas y los momentos amargos fueron los que se sucedieron con más regularidad de la que todos quisiéramos y confirmando al final, que los presagios que se hicieron sobre la inadecuada y cicatera confección del serial, tenían fundamento lógico y que solo era cuestión de tiempo su confirmación.

En el entretiempo de la Feria de Abril de Sevilla y la de Madrid, comenzó a circular la especie de que en septiembre se daría en el Coliseo Romano de Nimes, un mano a mano entre dos de los toreros ausentes del ciclo de Madrid y que en consecuencia Enrique Ponce y José Tomás dirimirían ante los toros las diferencias que mediáticamente han hecho públicas.


La nota esencial que de esto se puede deducir sería que después de hablarse por años de vetos, de ventajas tiradas en los despachos, de evasiones premeditadas y de otras cuestiones que a la hora de la verdad poco o ningún sustento tienen, los directamente involucrados darían su versión en el lugar en donde realizan su principal forma de expresión: el ruedo de una plaza de toros.

El anuncio de esa posibilidad induce a la reflexión. El encuentro de esos dos toreros en una corrida de toros, que sin duda han de ser los que más atractivo de taquilla representan en este momento, es uno que se gestó en los medios. Antes, ese tipo de enfrentamientos se barruntaban en el ruedo, delante de los toros y de cara a la afición, que era la que los exigía. Hoy, tal parece que es a dimes y diretes como se gestionan las carreras de los toreros. Y parece ser que si es en la prensa rosa, mucho mejor.


Hace ya algunos ayeres sucedió un hecho, en Madrid mismo, en el que al mediar una corrida de toros, la afición congregada en la Plaza de la Carretera de Aragón, pedía a la empresa la actuación de dos diestros solos. Recurro a la Hemeroteca y a la Biblioteca y paso a contarles…

El 21 de junio de 1917 tuvo lugar en la vieja plaza de Madrid la Corrida del Montepío de Toreros, fasto que anualmente se celebraba para fondear a la mutualidad que se hacía cargo de costear los costos que generaba la estancia hospitalaria y la inacción de los diestros heridos. La fundación de la Asociación Benéfica de Auxilios Mutuos de Toreros – es su nombre oficial – se debe principalmente a la iniciativa de Ricardo Torres Bombita, que toma en 1909 – este año sería el de su centenario – el testigo de la labor que en el siglo anterior iniciaron Luis Mazzantini y Minuto.


En ese cartel de 1917, se lidiaron tres toros de la Viuda de Concha y Sierra (1º, 2º y 6º), dos de Gregorio Campos (3º y 4º) y uno del Marqués de Salas (5º), éste en sustitución de uno de Campos, devuelto por inválido. Los diestros que enfrentaron esos toros fueron Rodolfo Gaona, Joselito y Juan Belmonte, quien de acuerdo con sus propios recuerdos y lo que las crónicas de esa tarde reflejan, realizó una de las mejores faenas de su historia en la capital española.

Sobre esa tarde particular, Manuel García Santos, cuenta lo siguiente en su libro Juan Belmonte. Una Vida Dramática, publicado en México en el año de 1962, a poco de la muerte del torero de Triana:

… El público, enfebrecido, reclamó a Gaona también para que diera la vuelta al ruedo con Joselito, y aquello era el triunfo más grande que se recordaba para dos toreros. Al final de unas ovaciones que parecían interminables, la gente se volvió de espalo das al ruedo para dirigirse al representante de la empresa, que era Manolo Retana, y gritarle a coro:

- ¡Una corrida para los dos solos!... ¡Para los dos solos!...

Y todavía señalaron más, y gritaron estentórea mente: - ¡Fuera Belmonte!... ¡Que se vaya Belmonte!... Cuando sonó el clarín para la salida del sexto toro el público se disponía a abandonar la plaza. ¡Ya qué se iba a ver después de aquello!...



… Se abrieron los toriles, salió a la arena el toro, y el público se quedó un momento al ver a Juan Belmonte irse hacia la bestia. ¿Haría algo Juan?... ¡Era difícil!...

… Se fue al toro a la salida del caballo en la última vara, y dice él refiriéndose a ese instante:

"Dejándome de adornos y alegrías llamé a la res como manda la ley del toreo rondeño puro y, entregándome al placer de torear, con una confianza ciega, le di media verónica que acaso sea la mejor que haya dado en mi vida torera. Guardo de aquel lance la impresión de que el toro era una masa moldeable que se enroscaba en mi cuerpo y se plegaba inverosímilmente a mi cintura y a mi capote..."

"Dicen que fue aquella la mejor faena que yo he hecho en mi vida. Quizá. Yo sé únicamente que en aquel trance en que me había puesto mi abandono, hice lo que de modo inexcusable había que hacer para seguir siendo torero. Por eso seguí siéndolo. No se me concedió la oreja del toro porque la estupefacción de la multitud ante lo que sus ojos habían visto era tanta que nadie se preocupaba más que de llevarse las manos a la cabeza y dar rienda suelta a su emoción. La familia real, que presenciaba la corrida, permanecía también en la plaza terminada la corrida – cosa desusada en ellas –, y los buenos aficionados deliraban. Creo que un momento como aquel vale por todas las amarguras de la vida del torero. Porque así me lo parece es por lo que caigo en la impertinencia de contarlo yo mismo con una pueril inmodestia..."



Las crónicas de la fecha narran lo siguiente. En El Imparcial del 22 de junio de 1917, Barbadillo dice:

No se podría, por mucha voluntad que se pusiera en ello, relatar calmosa y ordenadamente lo sucedido en la fiesta de ayer. Vibra la pluma como si tuviera alma, y parece que sola, sin la mano nerviosa que la guía, podría correr atropellada y loca sobre el papel, trazando una vez y otra el nombre heroico, Belmonte, Belmonte, Belmonte. Siempre Belmonte y Belmonte no más. Inevitablemente, fatalmente, cuando se intenta concretar los mezclados recuerdos de la tarde, solo se ve salir de los chiqueros aquel torillo largo, flaco y feo, pelear tan suave y noblemente en la lidia más bella, más bizarra, más pinturera que ha visto la Plaza de Madrid desde hace muchos años, por parte de Rodolfo, José y Juan y por parte también del estupendo rehiletero Magritas y acabar cayendo a los pies de un magno artista tras la soberbia faena que nunca, nunca, nunca podrá ni él mismo superar…

…Nadie se mueve. Algunas manos ondean pidiendo la oreja. Luego caen lacias, sin insistir. La gente está rendida por la paliza de la enorme emoción. Unos muchachos se echan al ruedo, cogen al espada, lo pasean por el redondel. La Plaza entera, aún las personas de la Familia Real que siguen en su palco, prorrumpe en un aplauso cariñoso. Sale Belmonte por la puerta en triunfo. Sale la gente luego…

¡La mejor tarde de una vida torera!

¡Tal vez la mejor tarde desde que el toreo se inventó!


En la edición matutina del diario La Correspondencia, de Madrid, también del 22 de junio de 1917, el cronista P. Álvarez relata:

SEXTO. ‘Barbero’ número 45, negro y con abundante cornamenta. De Concha y Sierra. Belmonte veroniquea en las tablas del 1, y luego, después de un quite, administra dos verónicas apretadísimas y media, tan ceñida, que se arrolla el toro a la cintura. Gaona luego torea sublimemente de rodillas. José se mete dentro del toro con tres medias verónicas. Sigue el de Triana que pone de pie al público con sus medias verónicas y un farol limpio y diáfano. Finalmente acaba el asunto Gaona con unas gaoneras monumentales. Los tres toreros tienen que saludar, descubriéndose, cuando acaba el tercio, que ha sido como pocas veces se ve. Magritas está colosal en banderillas y Maera cumple. Belmonte nos pone de pie, pues cada pase es una ovación ensordecedora. Hay molinetes, naturales y se queda de rodillas toreando. Media estocada, entrando bien y se queda muleteando de una forma tan ceñida, que es imposible describir. Descabella a la primera, y hay ovación y petición de oreja. A Belmonte lo pasean en hombros por la plaza, entre una imponente ovación.



Por su parte, Don Severo, en La Lidia, del día 25 de ese mismo mes, describe lo que sigue:

…Los dos, los dos repetía el público.

Esto significaba la inutilización, la proscripción de Belmonte, que había quedado mal en el tercer toro y que se había echado al público encima en una caída peligrosa por dejar al piquero a merced del bicho.

Pero Juan Belmonte tiene amor propio, y sabe aprovechar las ocasiones. Y como la ocasión se presentó al poco rato, vino con ella la rehabilitación del trianero…

…Muchas veces he visto a Juan, bien, muy bien, superior. Pero como la tarde del jueves, no lo he visto nunca. Tan variado, tan preciso, tan suave, tan emocionante, no le había visto nunca.

Tenía que realizarse esa faena en la plaza de Madrid y tenía que venir yo verla yo desde Barcelona. Yo que admiro a Juan Belmonte en lo que vale; pero que no soy un partidario incondicional suyo, como muchos de los que ni siquiera le han visto torear...

Belmonte vuelve a ser lo que era. El Belmonte de las grandes tardes de emoción y de arte incomparable. El que se transforma delante de los toros y compone figuras magníficas. ¿Que ahora volverá a estar tres, cinco, diez corridas apático, indolente, sin afición? Es fácil; pero el día que le salga otro toro a propósito hará lo que hizo el jueves.

Hoy Juan Belmonte se parece en este detalle, a Rafael el Gallo. El día que quieren ó les sale un toro que embista...

Yo siento que el amigo Durá no haya hecho la crónica de esta corrida. Habría dicho del trianero lo que acabo de consignar y mucho más. Adolfo Durá, es de los belmontistas conscientes…



¿Sería esta la tarde en la que se inspiró Alameda para escribir su soneto de la Estampa de Gaona con Gallito? Suena a tal, porque fue, según las relaciones que llegan a nuestros días, una de esas fechas en la que los dos colosos salieron a defender su sitio de privilegio, así como también, ante el apremio, lo hizo también Belmonte y de una manera inenarrable.


Pero como podemos ver, el modo de hilar las cosas de ayer a hoy ha variado radicalmente. Gaona y Gallito precisamente ante el toro lograron convencer a la afición madrileña de su día de la necesidad de verles solos, sin prensa, juego de despachos u otro tipo de campaña de por medio, pero no contaban con que El Pasmo despertaría y volvería a poner las cosas en su sitio. Hoy, bastan dos o tres ditirambos mediáticos y ya está, cuando para dar verdadero fondo a esas confrontaciones hay que cocinarlas, ante el toro.

Así era entonces y así es hoy. ¿Veremos algún día que se pida, en las plazas de estos tiempos, algo similar?

Aldeanos