Ya la temporada grande de la Plaza México va en su tranco de salida. Las corridas que reclaman la presencia de los del clavel o de la gente bonita (como Ustedes gusten llamarles) se terminaron y la empresa se dedica a cumplir contratos pendientes con toreros y ganaderos que poca o ninguna ocasión de triunfo tendrán y de llegar a cobrar el premiado, la escasa concurrencia a los tendidos y el desfase en la temporalidad en la que eso ocurrió, implicará que no genere rédito tangible para el que lo obtenga.
Otrora, la parte final de la temporada era el grand finale y esto no lo invento yo. Releyendo antiguas revistas, me encuentro con esto que publicó en La Lidia de México mi paisano don Luis de la Torre, El – Hombre – Que – No – Cree – En – Nada en abril de 1950, acerca de eso mismo:
…Se utilizaban cinco meses para el desarrollo de la temporada, cinco meses de persistente buen tiempo y suficientes para la verificación de veinte o más festejos en que se barajaban hábilmente los diestros contratados en número prudente, sin imposiciones sindicales o de compadrazgo y a los cuales se les daban las oportunidades necesarias según sus merecimientos. Aquellos que por su mediocridad o franco fracaso no garantizaban la satisfacción del público iban quedando descartados, cediendo el lugar a los triunfadores para llenar los últimos carteles, por ello los más destacados y atractivos; yendo las temporadas con esta acertada medida, siempre de menos a más, evitándose, hasta donde era posible, el decaimiento del entusiasmo en el público asistente…
Como decimos aquí, igualito que ahora… y en nada alivia el real petit finale que vivimos, el hecho de que se haya logrado el pasado domingo una aceptable entrada en torno a la única actuación en la temporada de Pablo Hermoso de Mendoza, combinado con la reaparición de un deslavazado Pana, que en cuanto vio al toro cuajado, confirmó aquello de que hay que saber irse a tiempo; así como tampoco lo remedia el hecho de que, sin visos de continuidad, se haya programado a uno de los dos únicos toreros que – como haya sido – abrieron el año pasado la Puerta Grande de la Plaza de Las Ventas. Por increíble que parezca, ni la administración de Juan Bautista, ni la empresa en cuestión capitalizaron ese hecho y lo relegaron a un intrascendente cierre de una intrascendente temporada.
Entonces, de nuevo serán pasto para el nostálgico comentario las grandes hazañas consumadas en torno al LXV aniversario del coso, aunque como lo señaló en su día Heriberto Murrieta, las mismas parecieran toreo de salón. Ya se va haciendo una lamentable costumbre ver a los principales toreros de un lado y otro del Atlántico, vistiendo ternos de la aguja, enfrentando chotadas indignas y para más INRI, desde su anuncio, procedentes de vacadas que proverbialmente se distinguen por el descastamiento y la falta de pujanza de sus productos.
Y lo peor de todo es que los públicos (no me doy la licencia de llamarles afición), se encantan con esas funambulescas combinaciones, en las que el resultado es de inicio altamente previsible, tanto en el ruedo, como en los tendidos, porque en estos, estarán personajes de la política, del espectáculo, del clero y alguno que otro escriba de cámara de los diestros actuantes; en tanto que en la arena, veremos una extraña combinación de chotos y utreros rodar por la arena a la más mínima provocación, dejando el campo libre a una lacra de este espectáculo, que en estas ya señaladas fechas ha cobrado carta de naturalidad: el torito de regalo.
Y es que el seguro del azar de la fiesta, así como otras cuestiones que le son consustanciales se han perdido. Hoy, la mayoría de los que asisten a las plazas de toros, pretenden recibir a cambio de su entrada, un triunfo forzoso. Entonces, si los toreros no lo logran con el lote que la suerte les deparó, recurren al séptimo cajón en el que habrá algo que les servirá para obtener lo que la masa exige. No importa que la presencia de la sabandija sea peor que lo que salió en la lidia ordinaria, total, se aplica aquello de que a torillo regalado, no se le ve el trapío…
Como un principio de solución, yo propondría, como alguna vez lo dijo don Antonio, un compañero de la Facultad de mi padre, que los toros sobreros o de reserva, fueran de esos que nadie quiere, para que a la hora del regalito, el obsequioso se lo pensara dos o tres veces y de hacerlo, que el triunfo logrado, fuera serio y no como los de los últimos tiempos, que en realidad, mueven a risa.
En las condiciones actuales, se celebran festejos que duran cuatro horas y media, en los que los triunfos vienen con reses que por lo general, no pasaron el reconocimiento de las autoridades, ni fueron anunciadas para la lidia en los carteles, pero sí impuestas por el generoso diestro que lo lidia o por la atrabiliaria empresa, que entiende a la Autoridad de la Plaza como uno más de sus servidores y no como el guardián de los legítimos intereses de quienes pagaron por ver un espectáculo íntegro, no de utilería, no de toreo de salón…
Sobre esos obsequios, les invito a leer lo que comentan certeramente Antoñito Díaz en su bitácora Hasta el Rabo Todo es Toro, Luis Pla Ventura en el portal Opinión y Toros e incluso el inefable Zabalita en su bitácora del diario madrileño El Mundo. Los tres coinciden, cada uno desde su particular óptica, en lo ridículo y en lo patético que resultan tanto los regalitos, como los triunfos obtenidos con ellos.
¿Tiene remedio todo esto? Yo creo que sí, aunque es muy complicado. El problema reside, como en todos los lugares en los que la Fiesta es, en que en estos tiempos que corren, se considera políticamente incorrecta, entonces, el Estado no entrará de lleno a cumplir la parte que le corresponde, dejando en manos de grupos interesados el manejo de situaciones que con el ingrediente autoridad, tendrían una salida más pronta y justa.
Los ganaderos y los toreros también tienen que hacer su parte. Los criadores, enviando a las plazas animales de presencia más digna y cuando menos, con algunas gotitas más de raza de lo que nos tienen acostumbrados a ver, aún a pesar de los diestros, quienes a su vez, también tienen que admitir que no todo el toreo es la ejecución de verónicas de alhelí, que en su esencia, el toreo es poderle a los toros y que cuando son dificultosos, hay que darles su lidia, que puede ser tanto o más emotiva y lucida que la que es bonita.
Mientras eso no suceda, seguiremos viendo pantomimas como las de los últimos domingos, soportando cátedras plagadas de pedantesca erudición proclamadas por escribas de cámara y toreros que han perdido la elemental vergüenza que caracterizaba a tan nobles profesiones antaño y en el caso nuestro, algo tenemos que hacer, porque no hace tantos años, la Plaza México y muchas otras de este País se llenaban con mucha frecuencia y ahora, los llenos son esporádicos, el testigo de las hazañas de los toreros es el cemento y esto, entiendo, no se trata de eso.