La temporada madrileña del 52
Infografía tomada de la cuenta de Twitter del matador Antonio Lomelín hijo @antoniolomelinn |
Ese año del 52 estaban recién reanudadas las relaciones taurinas entre España y México y los toreros mexicanos eran novedad en los carteles de la Villa y Corte. El 25 de mayo, Juan Silveti le cortó las orejas al toro Campero de Pablo Romero y se convirtió en el primer torero mexicano en abrir la puerta grande de Las Ventas en una Feria de San Isidro – que para los nuestros era accesible apenas desde el año anterior – y el 12 de octubre, en la Corrida del Montepío de Toreros, le volvió a cortar una oreja a cada uno de los toros Granillero y Grillito del Conde de la Corte, para abrir de nuevo la llamada Puerta de Madrid. Desde esa fecha, y hasta lo que pretendo narrarles, el cerrojo de ella para los nuestros, parecía firmemente echado.
La corrida del Corpus en Madrid
El Jueves de Corpus es una festividad religiosa que en España tiene una gran nota de taurinidad. Son los de Sevilla, Toledo y Granada, festejos de gran tradición en el calendario taurino hispano y en el año de 1970, coincidió que la decimoquinta corrida de la Feria de San Isidro se diera en ese señalado día. El cartel lo conformaron toros de don Alonso Moreno de la Cova para Andrés Vázquez, José Manuel Inchausti Tinín y Antonio Lomelín, que confirmaría su alternativa.
El confirmante representaba una verdadera incógnita para la afición madrileña. Llegó a España sin un gran aparato publicitario, aunque con un excelente apoderamiento, por esas calendas lo llevaba Manuel del Pozo Rayito, quien conocía al dedillo los entramados de la fiesta del otro lado del mar y supo acomodarlo en plazas y ferias de importancia, sin importar que previamente no se haya anunciado su presencia por aquellos lares, y la astucia de Rayito dejó réditos, porque al final de ese Jueves de Corpus, Antonio Lomelín quedaba lanzado como una nueva figura del toreo.
El triunfo de Antonio
Barruntaba yo que Antonio Lomelín representó una sorpresa para la afición de Madrid. Y es que era verdaderamente nuevo en esa plaza, no solamente por no haber toreado allí, sino porque eran pocas las noticias suyas que los asistentes frecuentes a Las Ventas tenían de su actividad en México. Don Antonio (presumiblemente Antonio Abad Ojuel), cronista del semanario madrileño El Ruedo, en el número aparecido el 2 de junio de ese año, entre otras cuestiones reflexiona lo siguiente:
Si me preguntan qué es lo que más ha resonado de la corrida del Corpus en Madrid, diré sin titubeos: el mejicano.
— ¿También es de oro? — oigo que me preguntan.
—No sé de qué metal está fundido Antonio Lomelín; pero su vivaz y deportivo sentido del toreo tuvo un tintineo alegre.
— ¿Tan bueno es? — siguen las interrogaciones.
—Digamos que es dinámico, sorpresivo, rápido. Antes de comenzar la corrida todo el mundo preguntaba quién era. Al terminarla, seguro que le habían surgido centenares de amigos íntimos «de toda la vida» y miles de admiradores de «ya lo decía yo».
— ¿Y como torero? – apuran los técnicos.
— Tiene buena planta, juventud y ganas de triunfo. No maneja los engaños con temple — al menos el día de su presentación — y torea a trallazos y a velocidad de vértigo. Sabe hacer el toreo a cuerpo limpio, correr un toro, cambiarle, quebrarlo, con lo cual tiene una facilidad extraordinaria para las banderillas. Y se tira a matar como los nativos de Acapulco se tiran de las altísimas rocas al mar para asombro de turistas: de cabeza. Tiene mente despejada, serenidad y sentido de las relaciones públicas — bastó verle cómo saludaba a nuestra bandera — para caminar adelante con soltura.
— ¿Y su triunfo?
— Sonoro, ayudado un poco por la sorpresa. Como, en general, se esperaba un torero modesto, tal vez se sobreestimó su labor. Pero quien se asusta tan poco delante de un toro como «Napolitano» — enmorrillado, hondo, bien puesto y con cara de sabio del Pentágono — es digno de ser tenido en cuenta. Me acordé del día de la presentación de Carlos Arruza en Madrid, el 18 de julio de 1944, Todos entraron en la plaza preguntando quién era y salieron proclamando la llegada de un torero...
Don Antonio guarda un poco para sí el beneficio de la duda, pero hace un parangón al final de la cita que nos deja clara la gran impresión que causó Antonio Lomelín, compara su triunfo con el que tuvo Carlos Arruza el día de su confirmación. Así de grande fue la tarde que dio ese 28 de mayo de hace 50 años. Afirmaban quienes lo vieron, que se escuchó en Las Ventas, como en México, el grito de ¡torero!... ¡torero!, algo inusitado allá.
Otra relación del festejo es la de Antonio Díaz – Cañabate, en el ABC de Madrid. Conocido es el poco gusto de Díaz – Cañabate por los toreros no españoles, a quienes trató siempre con una dureza inusitada y a veces injustificada. En esta oportunidad, de manera sorpresiva, sin perder su línea de juzgar con rectitud lo visto en el ruedo, trata adecuadamente, creo, a Antonio Lomelín, según vemos en lo que sigue:
Antonio Lomelín, torero mejicano, nos sorprendió al banderillear sus dos toros. Siete pares colocó. El mejor, uno al verdadero quiebro, no a topa carnero, al primero. Nos sorprendió porque produjo la sensación de banderillero fácil, pero dentro de esa facilidad, cierto estilo airoso y sobre todo, alejado de la vulgaridad. Entra, se centra, clava y sale con donaire. Algo que no estamos acostumbrados en esta época de penuria banderillera. Su faena de muleta al toro de la confirmación de su alternativa fue desigual. A momento, lucida. A otros, excelente. En otros, corriente. En conjunto, muy aceptable. Creo que lo más sobresaliente estuvo en la estocada. Soberbia estocada, de perfecta ejecución. Una oreja. En el sexto se mantuvo por debajo de las posibilidades que le ofreció el buen toro. Comenzó con un pase muy espectacular, de frente, al toro, pero despidiéndolo con la muleta a la espalda, que intentó en el primero y que después repitió en éste. La gente, tan ansiosa, aunque no lo parezca, de salirse de lo trillado, se embaló. Volvió Lomelín a matar muy bien, de una estocada no tan perfecta como la primera, pero volcándose en el toro, y la embalada gente orejófila le concedió las dos orejas…
Así, con tres orejas en las manos, la de Montillano toro de su confirmación y las dos de Napolitano, toro que cerró el festejo, Antonio Lomelín abría la Puerta Grande después de casi 18 años de estar cerrada para un matador de toros mexicano, pues como decía al inicio de estas líneas, el candado lo tenía puesto para nuestros toreros desde el 12 de octubre de 1952.
El encierro de don Alonso Moreno
Los urcolas de don Alonso Moreno de la Cova cautivaron a la afición esa tarde. Era todavía el toro de antes del guarismo y reflexiona mi amigo Pedro del Cerro – a quien pueden leer aquí – que muchos encastes fueron afectados por esa medida – quizás necesaria, diría yo –, por su orden se nombraron Montillano, Pensamiento, Pistolero, Cocinito, Caperuzo y Napolitano. Se condenó a banderillas negras a Cocinito, pero a Napolitano se le dio la vuelta al ruedo. Creo que el balance no puede considerarse negativo. Aplica aquí la socorrida frase atribuida a don Antonio Llaguno: los toros no tienen palabra de honor…
Díaz – Cañabate, en su crónica, dedica un buen espacio al análisis del encierro y es interesante lo que dice, de lo que entresaco lo siguiente:
...Don Alfonso (sic) Moreno de la Cova es un sevillano jaranero, en el buen sentido de la palabra, no juerguista, sino optimista y parlanchín, y fantasioso, pero hombre serio que ha heredado su afición al toro y, por consecuencia de ella, es ganadero que lucha en las tientas y estudia los sementales en busca del renombre y el prestigio para su hierro. Mas para obtenerlo no lo persigue para lo que se ha dado en llamar el toro comercial. Lo rastrea con el fin de alcanzarlo simplemente con el toro con hechuras de tal y, a ser posible, con hechos de bravura. Ejemplo de esto ha sido la corrida de hoy.
Por el chiquero han salido seis estampas de toro. Regordíos, pero finos de línea. Regordíos, pero no cebados. A la finura de su línea se unía la arrogancia de sus cabezas, la hermosura de sus corpachones. Casi todos fueron ovacionados de salida. En la boca de los espectadores se agolpaban los piropos. Pocos animales existen que provoquen el requiebro encendido, ardoroso, rendido, como el que se dirige a una estupenda mujer...
De las seis estampas hubo una mansa: la cuarta. De siempre he sentido predilección por los toros mansos. Cómo nunca me sometí a un psicoanálisis, ignoro el fundamento de esta simpatía... por desgracia, Andrés Vázquez no entendió a la magnífica y mansa estampa y fue condenada a banderillas negras... Las otras cinco estampas no defraudaron su imponente trapío. En el primer tercio sobresalieron la segunda y la sexta, sobre todo ésta, que se arrancaron de largo, aunque luego no recargaron. Suaves, nobles y facilones para los toreros... La corrida la llenaron las seis estampas de toro. Seis estampas que ojalá sirvan de modelo para toda clase de ganaderos y para que el público vaya dándose cuenta de que habiendo toros en el ruedo la fiesta adquiere lo que el torito no puede proporcionarla. Hermosura...
Al final
El triunfo de Madrid terminó por abrir las plazas españolas a Antonio Lomelín. Cerró la campaña con 22 corridas, cortando en ellas 41 orejas, según el escalafón publicado en el semanario El Ruedo y quedó encaminado para andar un sendero que lo llevaría en algo menos de una década a lo más alto de la torería en México, en una trayectoria marcada con muchos triunfos y muchos percances, pero hoy recuerdo aquí el gran y significativo triunfo que tuvo en su presentación en la plaza de toros más importante del mundo.
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