domingo, 30 de septiembre de 2012

29/IX/1935: Lorenzo Garza corta el rabo de Guitarrero de Martín Alonso en Las Ventas


Lorenzo Garza visto por Roberto Domingo
La Libertad, Madrid, 1 de octubre de 1935
En la historia de la Plaza de Las Ventas, se han cortado solamente ocho rabos. Y de esos ocho, los siete primeros fueron obtenidos en el periodo que corre entre el 21 de octubre de 1934, fecha que se toma como la de la inauguración oficial del recinto y en el que Juan Belmonte se llevó el de Desertor de doña Carmen de Federico y el 10 de mayo de 1936, unos días antes de que iniciara la Guerra Civil española, cuando Domingo Ortega cortó el último rabo de esa etapa a otro toro de lo que en su día fue la casa de los Murube.

En ese lapso de tiempo se vivió, según se puede deducir de la frecuencia con la que los rabos eran otorgados, un exceso de interés de la afición y de las autoridades de plaza por concederlos, porque los seis iniciales se otorgaron en cuatro corridas. Los dos primeros con una semana de diferencia y los cuatro siguientes en otras dos corridas igualmente separadas con una semana. El rabo que cortó Lorenzo Garza ese 29 de septiembre de 1935, es precisamente el sexto de ese lapso de tiempo y es al que hago referencia en esta entrada.

Decían las crónicas del festejo en cuestión, para el que se anunciaron ocho toros de don Fermín Martín Alonso, antes Sotomayor para Nicanor Villalta, Fernando Domínguez, Curro Caro y Lorenzo Garza, que el mismo se organizaba a beneficio de la afición, aunque no explican en qué consistía ese beneficio, porque aún siendo así, los asistentes tuvieron que pagar su entrada a la plaza. Al final, vale señalar, se lidiaron solo cinco toros de los de Martín Alonso, dos de Albaserrada (1º y 3º) y uno de Salas (6º).

La corrida, coinciden las mismas relaciones que pude consultar, tuvo dos partes bien marcadas. Una primera, en la que salieron los toros mansos y complicados, que no dejaron muchas opciones a los diestros y la brillante segunda que tuvo su culmen con los rabos cortados en el séptimo por Curro Caro y en el octavo por Lorenzo Garza. La crónica de Eduardo Palacio en el ABC madrileño se titula El clásico café madrileño e inicia de esta guisa:

...Me limitaré en la presente a consignar que la corrida que el domingo organizó la Empresa a beneficio del público, según rezaban programas de mano y reclamos de Prensa, resultó exactamente como el clásico café madrileño: mitad y mitad. La primera, ¡vive Dios que fue mala!; la segunda, buena resultó en verdad. Se desecharon en los corrales o se inutilizaron dos de las ocho reses de D. Fermín Martín Alonso, antes Sotomayor, anunciadas y se las substituyó con otras de Albaserrada, jugadas en primero y tercer lugar...” 

Los hechos de la corrida vistos por Antonio
Casero
. ABC, Madrid, 1/X/1935
Igual las crónicas se parten mitad y mitad. Federico M. Alcázar en La Voz y El Tío Caracoles en El Siglo Futuro destacan por sobre cualquier cosa, la actuación de Curro Caro, a quien proclaman como la nueva figura esperada, en tanto que Federico Morena en El Heraldo de Madrid y Recortes en el La Libertad, reparan más en la actuación del artista regiomontano.

Para ilustrar el acontecimiento, escojo en esta oportunidad la versión de Federico Morena, aparecida en El Heraldo de Madrid del 30 de septiembre de 1935, y lo hago porque me parece que ilustra de mejor manera tanto el acontecimiento en sí, como la trascendencia que el mismo tendría para la Historia del Toreo – quizás más de este lado del mar que de aquél – pues percibe la transformación de Lorenzo Garza, a poco más de un año de su alternativa – Aranjuez, 5 de septiembre de 1934 –, de ser un torero de parón, como se le calificó en sus primeros tiempos, al gran artista que recuerda esa misma Historia. La relación de mérito es la siguiente:

Lorenzo Garza se reveló ayer como un torero extraordinario. Yo – lo declaro noblemente – había formado de este torero un juicio erróneo. Valiente hasta la temeridad; eso, sí. Sus parones escalofriantes hacían desbordar, con estruendo de catarata, los entusiasmos populares. Pero no le creía capaz de una faena cumbre, de una de esas faenas que quedan grabadas, con trazo firme, indeleble, en la memoria de los buenos aficionados... Le había visto pocas veces. Es la única razón que puedo alegar en mi defensa... Como yo pensaban de Lorenzo Garza muchos aficionados. Un torero capaz de producir hondísima emoción en un momento dado; nunca un torero de finas calidades... En tono contrito, el «mea culpa». Acompáñenme sin vacilar quienes pensaban como yo. Y proclamemos juntos «urbi et orbi», que Lorenzo Garza es algo excepcional, algo sublime cuando, como ayer, torea... Si, ayer toreó, y toreó prodigiosamente, como se ve torear muy pocas veces, como torean los artistas tocados de la divina gracia... ¡Cómo toreó a la verónica a ese octavo toro, «Guitarrero» de nombre, que pasará a la historia como el toro de la revelación de un gran torero! Un poco despatarrado, los pies hundidos firmemente en la arena, caídos naturalmente los brazos, perfectamente ajustada la velocidad del engaño al temple del toro... Pocas veces se ha producido en  la plaza un entusiasmo semejante. No era, ciertamente, para menos. La verónica, finísima, impecable; la media verónica, cosa de ensueño... Por eso al terminar el tercio de quites el público, en pie, hizo al torero azteca una de las ovaciones más grandes que han sonado en la plaza monumental... ¡Y luego con la muleta!... La iniciación de la faena fue algo maravilloso; tres pases en redondo templadísimos, parsimoniosos, de una duración inconcebible, girando airosamente el torero sobre los talones, como contera, como bellísimo remate, un pase de pecho enorme, imponderable, pasándose todo el toro por la cintura y sacando la muleta limpiamente por la penca del rabo. La plaza crujió en un alarido de asombro. ¿Qué índole de torero había encarnado, por arte de magia, de encantamiento en Lorenzo Garza?... El toro, como asustado, se quedó un momento. Y entonces Garza, adelantó solemnemente la muleta, hasta dar con las bambas en el hocico de la res, y tiró de ella despaciosamente, suavemente, y dobló la cintura gallardamente sobre el pitón... Y a este pase siguió otro tan bello, tan magnífico, y otro a éste, y otro más... La plaza era ya el patio de San Baudilio, en el manicomio de Ciempozuelos... Un pase natural. El toro se llevó la muleta. Y el espada siguió toreando por redondos y de pecho, Y se adornó después... Otra vez la muleta a la zurda. Y en medio del estupor general bordó tres naturales soberbios, en los que corrió la mano como un maestro consumado. El segundo natural fue algo sin precedente. El toro se mostraba reacio en la embestida y el torero adelantó bravamente la muleta, le prendió en el engaño y se lo llevó como quiso, a la velocidad que quiso, y lo dejó donde más pudo convenirle para dar el tercero y ligar éste con el de pecho, maravilloso... Cada pase un clamor. Las ovaciones se engarzaban interminables. Cuadró el toro, se perfiló el espada sobre corto y dejó una estocada corta en todo lo alto... El noble bruto se derrumbó... Había terminado la corrida y nadie abandonaba su localidad. Los blancos pañuelos revoloteaban sobre las cabezas... Y el presidente, ajustándose al ritmo que le señalaba el pueblo soberano, concedió al torero, consagrado figura, una oreja, y la otra oreja, y el rabo... Luego los espectadores más fogosos irrumpieron en la plaza y se llevaron en hombros al TORERO… Así ha triunfado Lorenzo Garza, que ya en la lidia y muerte del su primer toro se hizo aplaudir muy justamente…

Lorenzo Garza
Respecto del encierro originalmente anunciado, de Fermín Martín Alonso antes Sotomayor, puedo comentar con brevedad que esos toros llevaron seguramente el hierro que hoy es de la ganadería de Prieto de la Cal, aunque para un mejor entendimiento de esta situación, les remito al bien documentado artículo del Dr. Rafael Cabrera Bonet, en su bitácora Recortes y Galleos.

Del resto del festejo, agregaré que Nicanor Villalta cortó la oreja del quinto de la tarde y Fernando Domínguez hizo lo propio con el sexto, en tanto que, como ya lo comenté antes, Curro Caro cortó el rabo al séptimo de la corrida, lo que confirma que, efectivamente, el interés del festejo estuvo en su segunda mitad.

Así pues, esta es la historia tras de el único rabo que ha cortado un torero mexicano en la Plaza de Toros de Las Ventas de Madrid, hace setenta y siete años.

domingo, 23 de septiembre de 2012

En el Centenario de José Alameda (IX)


Alameda antes de Alameda (VIII)

José Alameda y Luis Procuna
(Cª 1955)
En esta oportunidad daré un salto atrás en la línea de tiempo que llevaba y les presento la crónica que Carlos Fernández – Valdemoro publicó en el ejemplar número 89 de La Lidia, fechado el 4 de agosto de 1944 y relativo al festejo celebrado en El Toreo de la Condesa el domingo 30 de julio de 1944 en la que alternaron Ángel Isunza, Tacho Campos y Ricardo Balderas para lidiar novillos de Piedras Negras

En esa relación, el joven Alameda va a sostener su gusto por el hacer en el ruedo de Tacho Campos, llegando a defender incluso algunas cuestiones de ese hacer que quizás – y este es un parecer personal – él mismo censuraría en otro.

La crónica de la novillada a la que hago referencia, es la siguiente:

Tacho Campos, el torero del sí y el no 

Si apuramos mucho las cosas y las reducimos al extremo, quedan solo dos clases de toreros; lo que tiene recursos para dominar a los toros difíciles, pero a costa de no mostrar gran calidad frente a los fáciles; y los que llevan el arte a su máxima depuración cuando los toros embisten por derecho, a cambio de no saber cubrirse cuando ofrecen problemas. De estos últimos es Tacho Campos. Y se le advierte tan convencido de ello, que, cuando el toro no es franco, no intenta disimular su falta de recursos, confiando, sin duda, en que ha de bastarle con mostrar su arte extraordinario ante los toros nobles. Y por las trazas, no está equivocado.
El domingo anterior no quiso ver a su primer novillo, al que mató de una estocada contraria, tendida y atravesada, entrando con todas las agravantes.
Pero en quinto lugar salió un astado noble, que embestía por derecho y se dejaba torear. Y, con él, Tacho mostró su arte esplendoroso, hondo, firme, de altísima calidad. Este muchacho representa, como pocos, lo que podríamos llamar el torero del “SÍ” y el “NO”, el tipo de lidiador en el que no caben los términos medios. Tacho no sabe torear mal. Y eso le priva de paliar sus fracasos, pero, en cambio, le proporciona triunfos definitivos.
A ese quinto novillo lo lanceó a la verónica con un arte asombroso, echando la pierna adelante y el capote abajo, pero llevando la mano de afuera un poco más alta que la de adentro, para que así se desplegara y abriese suavemente el capote. Prendió al novillo en sus vuelos, y lo fue templando a la perfección. Es decir, fue graduando el mando, que en eso, y no simplemente en torear despacio, consiste el temple. Además, al llegar al último tiempo de cada lance, Tacho estiraba los brazos, para despegarse al enemigo y poder, así, atraérselo desahogadamente en el lance que seguía. En consecuencia, cada verónica era rica de desarrollo, y se advertían los tres tiempos, que el torero marcó ampliamente, toreando a la distancia justa, que – hay que repetir – no es la mínima. Porque cuando se torea a la mínima distancia, “embarrándose”, el toreo se alicorta, resulta lo que se llama torear “amarrado”, es decir, algo poco airoso, sin soltura, sin el ritmo que crea la verdadera belleza. 
Con la muleta, estuvo también extraordinario Tacho Campos. Citó al novillo de largo y en el tercio. Se arrancó dócil el astado, en recto viaje, y Tacho, con un levísimo, casi imperceptible movimiento de brazos, dibujó un fantástico pase ayudado por alto. Mantuvo la figura estatuaria, majestuosa y, cuando hubo consumado la suerte, ganó un paso hacia adelante y, en esa forma, unas veces quedándose quieto sin abrir los pies – que no es lo mismo que juntarlos en el viaje – y otras echando la pierna contraria hacia adelante, dio cuatro pases de la misma clase, con una serenidad, un aplomo y una reciedumbre que solo tienen los artistas como él, agraciados con el don divino del arte de torear, que, según reza un proverbio español, vino del cielo.
Tras del cuarto pase, tuvo Tacho un rasgo de torero inspirado. Cuando todos esperábamos un quinto pase por alto, Tacho dejó caer los brazos e hizo el remate por abajo, cambiando enteramente el ritmo, en sorprendente y airoso final.
Después, se puso la muleta en la zurda y citó para torear al natural. Pero no se acomodó. Ya le había sucedido eso en la tarde de su presentación, en la que hizo una gran faena, pero sin que apareciesen en ella sus pases naturales de otros años, en que el diestro estaba menos cuajado, pero dominaba esa suerte. Cuando Tacho vio que no se acomodaba de pie, echó mano de un hábil recurso: torear arrodillado. Con esto demostró que tiene picardía, porque el natural con una rodilla en tierra es más fácil. En realidad, equivale a torear con el compás completamente abierto, lo cual supone una ventaja, ya que el toro no pasa íntegramente por delante del diestro y, casi siempre, la suerte es por la cara. Pero, eso sí, Tacho lo hizo muy bien y ligó varios muletazos magníficos, sobre todo uno, que le resultó largo, templado, completo.
También toreó con la derecha, de pie y de rodillas. Y, al hacerlo de hinojos, le vimos algo extraordinario. Porque el último derechazo lo ligó a la perfección con uno de pecho, vaciando al toro con tanto arte como si estuviera toreando de pie. Es de lo mejor que hemos visto hacer a un torero rodilla en tierra. El arte tiene eso: que dignifica y da calidad inclusive a aquello que, en condiciones normales, no suele tenerla.
Para final, Tacho nos ofreció sus bellísimos medios pases, girando a favor del viaje del toro. Los hizo con la izquierda y con pausado ritmo, cuyo raro secreto monopoliza. Pero se confía tanto, que se deja prender con facilidad. Felizmente, no resultó herido.
Mató al noble astado de una estocada caída, sería más exacto decir una estocada baja, sin atenuantes. Verdaderamente, lo bueno que hace Tacho es de tal calidad, que no hay que buscar eufemismos caritativos para designar lo malo. Aquello basta, y, a veces, incluso sobra para neutralizarlo.
Tacho cortó la oreja. Pero – me parece conveniente insistir en esto – lo de menos fue el éxito. Lo decisivo fue la calidad del toreo de Tacho. Cortar una oreja la corta cualquiera y, muchas veces, se ha concedido este galardón a toreros sin arte. Lo que importa, pues, señalar es que Tacho torea con temple, con garbo, con aplomo, con señorío. Y, como el toreo es un arte – o debe serlo –, Tacho merece que se le cuide y aún que se le dispensen sus malas actuaciones, que mientras no madure serán muchas. Porque cuando llega la buena, nos compensa. Y toreros así, hacen falta siempre, para que la fiesta no se burocratice, no se quede simplemente en oficio, que equivaldría a quedarse en nada.
La vuelta al ruedo que dio el ganadero, debióse más que a ese novillo, al cuarto, que embistió desde largo y con mucha alegría. Le correspondió a Ángel Isunza, que venía de triunfar por América del Sur y que fue saludado por el público con una gran ovación. Isunza lo lanceó a la verónica, con los pies juntos y casi en los medios, terreno difícil de pisar y más de mantener cuando los toros no han sido aún castigados y tienen toda su fuerza. Aguantó muy bien Ángel las embestidas y toreó con los brazos, ceñido y alegre, entusiasmando al público. Animado por su éxito, lanceó después por chicuelinas y gaoneras, muy cerca del toro, con lucimiento indudable.
En el primer quite, toreó por chicuelinas antiguas y remató con espectacular larga afarolada. Estaba aprovechando las condiciones del novillo para lograr un éxito, y el tercio iba por el mejor camino. Pero después de la segunda vara, se armó lo que se llama un “herradero”. Y a partir de ahí, la lidia fue confusa, hasta que tocaron a banderillas.
Tomó Isunza los palos y, midiendo muy bien el terreno y aguantando las fuertes arrancadas del novillo, clavó tres pares al cuarteo, con mucha facilidad, con mucho dominio. Fueron tres pares muy lucidos, que valieron a Isunza una gran ovación, e hicieron caer sombreros a la arena.
Zenaido Espinosa había bregado muy bien durante todo el tercio. Pero el público, con notoria injusticia, le silbó, olvidando que para que el banderillero se luzca tiene el toro que estar en suerte y que esto no se logra más que con la intervención de un peón, necesaria en todo caso y plausible si es acertada, como la de Zenaido lo fue.
Con la muleta, Isunza, bravo y animoso, se pasó todo el toro por delante, en varios pases por alto y al natural. Pero el gentío, impresionado por la alegría del toro, empezó a encariñarse con él y a pedir que lo indultaran. Isunza, deseando complacer al público, se puso a preguntar a los tendidos si entraba o no a matar. Era obvio que no podía hacer más que entrar a matar, porque el público puede pedir el indulto de un astado, pero sólo la autoridad puede concederlo. En tales trámites, dejó pasar Isunza el momento oportuno de estoquear y, después, no lo encontró tan fácil como hubiera resultado a su debido tiempo. De un pinchazo, media delantera y un descabello, murió el astado, que recibió los honores de la vuelta al ruedo.
Con el primero, mucho menos cómodo, había estado Isunza muy valiente, haciendo una faena en la que hubo pases de indudable emoción, por los cuales fue ovacionado.
A Ricardo Balderas, que tan torero se había mostrado el domingo anterior contendiendo con dos novillos difíciles, volvió a tocarle el peor lote. Además, Ricardo parecía impresionado por algo extraño a la lidia misma. Acaso fuera el recuerdo de su tío Alberto, víctima precisamente de un toro de Piedras Negras, ganadería a la que pertenecieron los que se lidiaban el domingo. Así se le vio dudar en el sexto, que tenía muchas menos dificultades que aquél segundo novillo que tan magistralmente lidió en la corrida anterior.
Con el tercero, estuvo más sereno, más asentado. El toro comenzó embistiendo muy bien y Ricardo le dio tres verónicas superiores, una de ellas larga, torerísima, en la que el diestro, bien firme sobre la arena, echó los brazos abajo y templó muy bien la embestida. Fue su momento más brillante. Porque, después, el novillo perdió fuerza y alegría y, aunque Balderas lo toreó bien y tiró de él en varios pases naturales, la sosería del astado restaba emoción a la faena, para poner fin a la cual hubo Balderas de pinchar varias veces.
Como fin de fiesta, el doctor Roberto Urbiola regaló un novillo, al que dio varios pases naturales y de costadillo que le fueron cariñosamente aplaudidos. Demostró el señor Urbiola que es el médico que mejor torea y nos hizo suponer que será el torero que mejor cure. Pero, la verdad, hay que decidirse: o al vado o a la puente. Y, desde luego, nos permitimos aconsejarle que opte por la medicina.
En el segundo novillo, tras de haber marrado, agarró los altos Abraham Juárez “Limber” y picó a la perfección, sin taparle la salida al toro. Como yo le he reprochado muchas veces ese defecto, no quiero dejar de felicitarlo, ahora que no empañó con él sus excelentes dotes de buen picador de toros.

¿Incógnita despejada?

Tacho Campos
(Cortesía burladerodos.com)
Al presentar a Ustedes hace unos domingos la relación que el mismo José Alameda hacía de la novillada del 9 de julio anterior, planteaba que hacía referencia a la noción de la toreabilidad para justificar la mala actuación de Tacho Campos esa tarde. En esta crónica creo que sin formar un concepto concreto, presenta algunos elementos que permiten descubrir lo que para él representaba esa idea.

Del texto de lo transcrito entresaco las siguientes expresiones: ...cuando el toro no es franco, no intenta disimular su falta de recursos, confiando, sin duda, en que ha de bastarle con mostrar su arte extraordinario ante los toros nobles... De aquí deduzco que el toro toreable para el joven Alameda debería ser en primer término, franco y noble en su embestida; luego, agrega: ...en quinto lugar salió un astado noble, que embestía por derecho y se dejaba torear..., es decir, a la nobleza se debe sumar la rectitud en la embestida y que ésta no sea molesta, es decir, que el toro se deje torear. Una condicionante más sería la que se desprende de esta expresión: Se arrancó dócil el astado, en recto viaje..., la docilidad, a la que se habrá de sumar una cualidad más: ...al cuarto, que embistió desde largo y con mucha alegría..., la longitud en la arrancada y la alegría en ésta, cuestión que reitera al discutir la procedencia o no del indulto que se pedía para el cuarto del festejo: ...el gentío, impresionado por la alegría del toro... En suma: nobleza, franqueza, alegría, rectitud, claridad y comodidad en la embestida del toro es lo que deduzco de esos comentarios que podría tenerse como la idea de toreabilidad para Carlos Fernández – Valdemoro, el joven Alameda, según los conceptos expresados en esta relación de hechos.

Lo que me deja con algún grado de perplejidad, es el hecho de que la idea de toreabilidad expresada, tiende a presentarnos un toro ideal que exclusivamente facilite el lucimiento del torero. Y la verdad, es que creo que en esencia, esto no es así, puesto que el toro tiene un lugar fundamental en el desarrollo del rito de la lidia, no es solamente un instrumento para que el torero pueda consumar su triunfo.

A Tacho Campos y Ricardo Balderas ya los había presentado por aquí. Ángel Isunza resulta ser el nuevo en esta plaza y de él puedo decir que su trascendencia se produjo como empresario de festejos menores en una  plaza de su propiedad (El Cortijo de Ángel Isunza) y como integrador de un interesante museo taurino, que hoy, casi en su integridad, integra el acervo del Museo Taurino de la Ciudad de México. Nunca llegó a tomar la alternativa y de acuerdo con la información que he podido recabar, se retiró de la torería activa en 1946, tras de sufrir una fractura en la Plaza de Acho, de Lima saliendo de sobresaliente en una corrida en la que actuaron Luis Gómez Estudiante y Juan Belmonte Campoy.

Espero que esta exposición les haya resultado interesante.

Aclaración pertinente: Los resaltados en el texto de la crónica transcrita, son imputables únicamente a este amanuense.

domingo, 16 de septiembre de 2012

José... el de Tepatitlán

Carnicerito en
El Toreo de la Condesa

José Loreto González López nació en Tepatitlán de Morelos, Jalisco, el día 8 de septiembre de 1904. Hijo de un propietario de expendios de carne en la ciudad de Guadalajara, toma de allí su nombre artístico, Carnicerito, que estrena en plazas de los pueblos aledaños a la Perla Tapatía, como miembro de una Cuadrilla Juvenil Jalisciense que comandaba Juan Gómez Palmero.

Se presenta como novillero en la plaza El Progreso de Guadalajara en 1924 y en El Toreo de la Ciudad de México en 1926, en un festejo mixto en el que el matador de toros José Gómez Roca Joseíto de Málaga mataría dos toros de Piedras Negras y Carnicerito y el estadounidense Sidney Franklin darían cuenta de cuatro novillos de La Noria.

Marcha a España en 1930 y aunque empieza su campaña hasta el 4 de mayo en Tetuán de las Victorias, concluye la temporada a la cabeza del escalafón de novilleros. Esto le permite llegar a la alternativa la temporada siguiente, en Murcia el 13 de septiembre, cuando Domingo Ortega le cede el primero de los toros de Miura  lidiados esa tarde – llamado Cebolleto – ante Jaime Noaín. Confirma la alternativa en Madrid cinco días después, llevando de padrino a Manolo Bienvenida, quien le cedió al toro Estudiante, número 5, de Celso Cruz del Castillo y con el testimonio de Domingo Ortega. Se le anuncia Carnicerito de México para evitar confusiones en los carteles con Bernardo Muñoz Carnicerito de Málaga.

Sufre 36 cornadas en una carrera que dura algo más de dos décadas, sin merma de su valor. Es a Carnicerito al que toca despenar al piedrenegrino Cobijero, que segó con sus astas la vida de Alberto Balderas, la tarde del 29 de diciembre de 1940. 

Para el día 14 de septiembre de 1947, se anunció en Vila Viçosa, Portugal, una corrida en la que participarían los rejoneadores Alberto Luis Lopes y Conchita Cintrón y en la lidia a pie, Carnicerito y Etelvino Laureano. Los toros según algunas versiones, fueron de Esteban Augusto de Oliveira; según otras, de Castro Hermanos, de Cabrera, de la provincia de Alentejo, aunque la relación de la muerte del torero, publicada en el diario ABC de Madrid del 15 de septiembre de 1947, señala que finalmente se lidió un encierro de Pancas de Alcochete, también portugués.


Conchita Cintrón, en su libro autobiográfico Aprendiendo a Vivir”, publicado en México por la Editorial Diana en el año de 1979, refiere así los sucesos de la última tarde de Carnicerito de México:

…Cuando un toro cárdeno, escurrido de carnes y feo, y herrado con el número 3 cogió mortalmente a “Carnicerito de Méjico”, éste saltó la barrera con la extraordinaria fuerza que le caracterizaba, y cayendo junto a mí, regó el ruedo y el callejón con su sangre.  
- Conchita – dijo horrorizado –, ¡me ha matado! 
Quitándome los zajones, le amarré con sus correas la pierna destrozada. Varios espectadores, un amigo – Martiño Ribeiro – y un bombero le cogieron en brazos y fuimos corriendo hacia la enfermería, pero en la plaza de toros de Vila Viçosa no había enfermería. Empezó entonces la tragedia, que acabó a las siete y media de la mañana con la muerte del valiente y simpático matador de toros.  
Le acompañé siempre pues él no conocía a nadie en aquella tierra. Tres bomberos, dos curiosos y yo hicimos una carrera dantesca por el empolvado camino que nos llevaría al hospital. Corriendo entre coches parados, cuyos dueños estaban cómodamente instalados en el tendido, ignorando lo que pasaba fuera del ruedo, llevábamos en una hamaca sobre ruedas la figura ensangrentada de un torero vestido de luces. Mientras corríamos a su lado, yo rezaba con él para darle las esperanzas que perdió desde el primer instante. 
- ¡Quiero morirme en mi tierra!, – decía – ¡Quiero ver el cielo de mi Méjico, y dejan que me muera así! 
¡Qué minutos aquellos que parecieron horas, cuando sobre mis manos, adormecidas de la presión de las correas de los zajones, corría a chorros la sangre caliente de tan generoso compañero! ¡Qué espantosa sensación de inutilidad sentí ante la impotencia para contener la hemorragia! 
Por fin, el hospital, ¡gracias a Dios! Aparecieron los médicos y se le hizo una operación de urgencia, pero no había sangre para la necesarísima transfusión. Estaba muy mal, en estado de “shock” gravísimo. 
Como a las once de la noche abrió los ojos, al verme aún vestida de corto, dijo con interés y cariño: 
- No te preocupes, tú tienes que torear mañana. Debes descansar. Yo estoy bien. 
Pero al caer en la inconsciencia clamaba por mí: 
- No me dejes – decía –, que siento que me muero como “Manolete”..., me voy como él..., ya lo verás... Hace un mes le mandaba yo pésame a su pobre madre... “Señora - decía el telegrama -, lo siento...”. 
Padecía yo la desesperación de no poder tranquilizarle... 
¿Cuándo llegaría la sangre para la transfusión? 
Eran cerca de las siete de la mañana cuando me dijo: 
- ¿Sabes? No más le ruego a Dios que me de valor: 
Protesté: 
- Pero José, tú vas a mejorar; si no tienes nada. 
Haciendo una mueca, consiguió guiñarme un ojo, sonriéndose: 
- Lo siento... – repitió como en sueños –, lo siento por mi mujercita y por mi madre. 
Le habían aplicado suero y plasma. ¿Cuándo llegaría la sangre? 
Momentos más tarde, al quererle arreglar las almohadas mientras Asunción iba a buscar el oxígeno, se quedó inmóvil. En ese momento entró el gran cirujano doctor Jardín, que había venido desde muy lejos para hacerle una transfusión de sangre. 
A las ocho de la mañana estábamos frente a su cuerpo, en una pequeña capilla, rezando por su alma, aunque no podíamos creer su muerte. Llorábamos todos, aunque de agotados, ni lágrimas teníamos. 
Y a las cuatro de la tarde estábamos casi todos los de la capilla en el patio de cuadrillas de Portalegre. Seguramente que en aquella plaza no había enfermería, Pero, ¿quién, antes de torear, iba a preocuparse por esos detalles?...

Un par con el sello de Carnicerito
El parte facultativo rendido por el doctor Lopes Silveiro señala en lo sustancial: …herida incisa en la cara anterior del muslo derecho, de unos veinticinco centímetros de largo, por cinco de profundidad, con dos perforaciones en los vasos femorales...

Don Carlos Septién García El Tío Carlos, recopiló en el año de 1948 una parte de sus crónicas y escritos de toros en un libro titulado Crónicas de Toros y que ya había reseñado por aquí. Bajo el epígrafe de Martirologio de 1947, se agruparon sus recuerdos de Manolete, Carnicerito y Joselillo, los tres fallecidos en el tramo de dos meses en ese año y de ese Martirologio, tomo la parte dedicada a Carnicerito, la que, aunque dedicada al torero caído en su día, contiene conceptos que hoy, siguen teniendo validez y aplicación a lo que la fiesta vive.

En memoria de Carnicerito
Apenas quince días después de que en la México se rindiese un responso solemne y silencioso a la memoria de Manuel Rodríguez, la plaza entera hubo de ponerse de pie para recordar calladamente a otro hombre que dio su vida a los cuernos de los toros: José González “Carnicerito”, muerto el día quince en Portugal como resultado de una cornada recibida en el muslo derecho cuando toreaba en una pequeña plaza de aquél país. 
Muy probablemente la mayoría del público asistente a la novillada de ayer no conoció a José González. Hacía ya largo tiempo – cinco años – que no actuaba en la plaza capitalina. Este cronista lo recuerda en la que – salvo falla de memoria – fue su última actuación en “El Toreo”: una tarde a principios de 1942 en la que, alternando con Silverio Pérez y Ricardo Torres, lidió una corrida importada de la ganadería de la Viuda de Soler, desecho portugués de algunas ganaderías españolas. No fue, ni con mucho, un éxito la tarde aquella. Y el valeros “Carnicerito” que aún en esa ocasión, con toros poco propicios y público hostil había hecho lo imposible por atrapar la atención de la multitud, se esfumó definitivamente para México. Después apareció por Europa y pasó a España cuando vino el arreglo del conflicto hispano – mexicano. La plaza de sus triunfos había sido Barcelona; y a ella volvió toreando algunas corridas. El nuevo rompimiento lo perjudicó grandemente porque comenzaba a resarcirse de sus épocas adversas. Con todo, permaneció en la Madre Patria desde donde buscó torear en Portugal y Francia. Así fue como llegó en compañía de Conchita Cintrón a la plaza de Villa Viçosa para encontrar la muerte. La muerte “de los grandes” como había dicho él de Manolete, apenas quince días antes. 
La gente no lo conocía ciertamente. Pero supo y sintió que independientemente de lo que José González hubiese sido en su carrera artística, había muerto como torero: es decir, como un holocausto. Porque si Manolete alcanzaba con su muerte la plenitud de héroe y de sacerdote que había sido en su arte, “Carnicerito” llegó a la misma entrega consciente de que su muerte le daba el sitio de honor y de grandeza que su vida le había regateado. “Muero como Manolete” – dijo próximo a expirar –. “Muero como los grandes” – quiso decir –. Y así nos explicamos ese íntimo eco de satisfacción que se adivina en las palabras entrecortadas de los cables. “Si no hubiese estado sugestionado por la muerte de Manolete se habría salvado” – declaró el médico que lo atendiera –. Y es que hubiese sido mucho más fácil curar la herida del cuerno que la otra, incurable, de adentro. La ambición de plenitud. 
Y la muerte venía a colmar esa sed del hombre, bienvenida la muerte. No el suicidio, que es deserción; la muerte que llega porque se está defendiendo la vida. O por algo todavía mejor: porque se está tratando de cuajar en arte la vida y de quitar, con cada lance y cada pase, un baluarte a la muerte. 
Su sacrificio – unido al reciente de Manuel Rodríguez – nos invita a asomarnos a la verdad fundamental del toreo. Que consiste en esa ambición visceral de nuestra raza por asomarse a valores auténticos. La belleza y la gracia, la gallardía y la elegancia, la severidad y el rito, deben probar que son genuinos para poder reclamar entonces la pasión y la entrega de nuestros pueblos. Por eso el torero debe crucificarse en el cuerno. Porque entonces habrá demostrado la verdad esencial de su arte. 
No es cierto por ello que “Carnicerito” sea otra víctima de la barbarie de la fiesta de toros. Lo que sí es, se llama de otro modo: ofrenda a la exigencia de autenticidad de nuestra raza. Él lo sabía bien porque era torero. Y cuando entendió que el pitón del toro se llevaba con su sangre la vida misma, se dispuso a morir en paz. 
Porque había probado que él era auténtico, ante sí mismo y ante los demás. Auténtico como torero, como hombre y como mexicano. 
“Carnicerito” sabía que aquella cornada era para él la plenitud. 
El público que anteayer guardó el austero minuto de silencio durante el paseíllo solemne, no conoció – probablemente – al torero en vida. 
Pero lo conoció en la muerte y lo halló auténtico. 
Y pidió para él la plenitud eterna.

Una docena de años antes
Dominguín lo puso en Tetuán
Este artículo de El Tío Carlos, fue publicado en el diario El Universal de la Ciudad de México, el día 18 de septiembre de 1947.

El cadáver de Carnicerito se trasladó a México a bordo del vapor Mocala, desde Lisboa, lugar hasta donde llegó Maude Rodríguez, la viuda del diestro a recibirlo, ya que residía junto con el torero residía en Barcelona desde algunos años antes.

Así es como recuerdo a un torero mexicano que tuvo por divisa el valor y que hace 65 años dejó la vida en las astas de los toros.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Otra vez el mismo bolero...

Ignacio Sánchez Mejías

En noviembre de 2010 la editorial Berenice sacó a la luz la primera edición de la obra Sobre Tauromaquia, en la que el profesor de la Universidad de Sevilla Juan Carlos Gil González realiza un estudio introductorio y una antología de la obra periodística, las conferencias y las entrevistas realizadas a Ignacio Sánchez Mejías. No es mi intención en este momento el comentar la obra – que llegó a mi poder apenas hace un año –, sino únicamente señalar que dentro de la antología de textos en ella presentados, se encuentra un artículo del torero sevillano publicado en la edición de El Heraldo de Madrid correspondiente a la noche del 31 de mayo de 1929, titulado Los nuevos sentimentales".

Ese artículo creo que hoy cobra nueva actualidad a propósito de aquellos – las mismas voces de siempre – que se quejan porque la televisión pública de España – pagada por cierto por todos los españoles – volvió a transmitir festejos taurinos después de seis años de no hacerlo y exigen que los toros sean expulsados de su contenido programático. Por esa razón, me parece interesante poner a su consideración el artículo en su integridad, pues salvo algunas cuestiones mínimas de referencia temporal, las reflexiones que en su día hizo Ignacio Sánchez Mejías, valen hoy como ayer.

Crónicas de Sánchez Mejías 
Los nuevos sentimentales 
La mayoría de las personas que se dedican a todas estas cosas relacionadas con la protección de animales y plantas son al sentimiento lo que los nuevos ricos a las costumbres y gustos aristocráticos. Los nuevos ricos tienen la ventaja sobre los nuevos sentimentales de que en toda hora se pueden vanagloriar del esfuerzo que representa su ahorro, mientras el estado de nuevo sentimental es debido a mala interpretación, a ignorancia de los más elementales conocimientos éticos y estéticos, cuando no a una simple enfermedad nerviosa. En esta pasada feria de Sevilla, una señora, inglesa o norteamericana, no sé, se dedicó a ir comprando todos los burros viejos que le salían al paso en el mercado y producirles la muerte aplicándoles una inyección de no sé qué sustancia. Esta señora, que por ocho o diez duros se permite el gusto de matar un burro, no sabe seguramente lo que hace. En buena teoría sólo Dios debe disponer de la vida de los seres que Él crea. La sociedad humana que no se anda con reparos para ahorcar, fusilar o sentar en la silla eléctrica al ciudadano que le estorba, no se atrevería nunca a ir por los asilos y por las casas asesinando viejos con grandes porciones de morfina, por muy penosas que fueran sus existencias. Una sola hora de reposo al sol, en la vejez de una persona o un burro, merece el más caritativo respeto de todo corazón humano. Allí donde el nuevo sentimental creía evitar una desgracia atropellaba el derecho del burro a vivir su vida. Esa vida llena de filosóficas meditaciones con que un burro debe contemplar alegremente el penoso pasado, en su vejez, sobre un mullido manchón de lirios, cara al firmamento, harto de hierba fresca, en perfectas condiciones de gozar de la felicidad, desde el exquisito bocado de carretón hasta el descubrimiento de una nueva teoría astronómica. 
Nada tendríamos que exponer (aparte de nuestra disconformidad con esos atentados contra la vida de esos animales pacíficos) si estos nuevos sentimentales no se hubieran situado frente a las corridas de toros de una manera injusta e improcedente. Yo no pretendo obligarlos a que tengan el buen gusto de admirar las bellezas contenidas en una buena faena de muleta: pero sí creo indispensable destruir, hasta cierto punto, su ignorancia sobre la materia. El toro (única víctima segura de este espectáculo) es una fiera. Esto no lo sabe nadie de la Sociedad Protectora de Animales y Plantas. 
El toro es una fiera. El toro es una fiera que le puede al león, al tigre, a la pantera y que además no sirve para nada. Es decir, sólo sirve para dar vida a las creaciones artísticas que se verifican en su lidia. La ignorancia sobre esta materia produce toda una historia de sucesos extravagantes donde promiscuan lo insensato y lo ridículo. En uno de mis viajes a Méjico, a mi paso por Nueva York, fui invitado a comer por Blasco Ibáñez. De sobremesa hablamos de estas cosas. Yo le di noticias de una proposición que me habían hecho aquella misma mañana. De ella ya habló Fernández Flórez en «ABC». Era la siguiente: un empresario neoyorkino, acompañado de mi amigo Carlos Folache, se presentó en mi hotel para que torease 15 funciones en no sé que teatro. Como explicación a sus palabras me vino a decir: «El Relicario es hoy día la fiebre de Nueva York; ¿se compromete usted a hacer El Relicario? Al fondo, un decorado de la plaza de toros; en la boca del escenario, una tupida red de acero que impida que el toro salte al público; una calesa, unos toreros, una española con mantilla, un capote a los pies de la española, una barrera, el brindis, el toro, la cogida». Carlos Folache iba traduciendo. Mi gesto debió ser de sorpresa. El empresario (que pertenecía a la Sociedad Protectora de Animales y Plantas) salió al paso de ella. «Dígale que el mejor médico de Nueva York estará listo entre bastidores. Nos conviene que sea el mejor, el más conocido, porque su nombre servirá de propaganda y de garantía del peligro». Blasco Ibáñez se reía mucho. «No le extrañe - me dijo -; son cosas que solo aquí pasan». Una señora, esposa de una personalidad célebre del mundo de los negocios ponía a mi disposición 200.000 dólares para fundar un periódico en España (ojo) y emprender una campaña contra las corridas de toros. Creen, entre otras cosas, que el toro es un animalito pacífico a quien se obliga a embestir, quitándole de las labores agrícolas. Me ha contado el cónsul que, no hace muchos días, al llegar a este puerto un trasatlántico español, que transportaba una corrida para Méjico, los encargados de la sanidad querían que se sacasen los toros de los cajones para vacunarlos contra la glosopeda. El vaquero que venía a su cuidado se llevó las manos a la cabeza y, de no intervenir el capitán del barco, ya estaban dispuestos los empleados sanitarios a sacar los toros por su cuenta. 
Debieron hacerlo, fue una ocasión desaprovechada. 
Aquella corrida, suelta por las calles de Nueva York, hubiese demostrado la fiereza del toro y hasta justificado el toreo y el torero. El toro de lidia que se da en España no se deja uncir al yugo de la carreta o del arado. Esa teoría de utilidad restada a las faenas agrícolas es una tontería que sólo cabe en la cabeza de uno de estos nuevos sentimentales. 
Quizá, dada la ingenuidad extranjera, encuentren un argumento para su teoría en el relato que el marqués de Benavite hace en su libro «Fiestas de Toros» de lo sucedido a Santa Teresa en uno de sus viajes. Parece ser que un toro embistió a la santa en medio de una carretera, y la santa, con esa repajolera gracia torera de que estaba dotada (el proceso de sus fundaciones habla mucho a favor de su mano izquierda), paró la embestida y, como si rematara la suerte, acarició la cabeza del toro (1). Pero esto mismo fortalece mis argumentos y debilita los suyos. Si el toro no fuera una fiera no se hubiese realizado el milagro. A las razones incontrovertibles de orden humano hay que añadir esta otra de orden divino, y si todavía dudase alguien de la fiereza del toro español, que me de su nombre, y yo, con un toro, le convenceré fácilmente de lo que quiero demostrar; es más: la forma de matarlo constituye un arte exclusivo de nuestra raza, que tiene en sí tales valores de orden estético que incluso justificarían su existencia, en el caso en que el toro tuviera unas cualidades pacíficas, de que carece. De esto hablaremos más adelante, y como las dimensiones de este artículo no nos permiten más razones, dejemos para otro la demostración de que la muerte del caballo y del hombre en las corridas de toros son accidentes, sucesos antirreglamentarios, que nada pueden probar en contra de ellas. 
Ignacio Sánchez Mejías 
(1) Asistieron a esta faena realizada en Duruelo, como espectadores, la monja Antonia del Espíritu Santo y el venerable Juan de Ávila. (Página 17. "Bosquejo Histórico". Marqués de San Juan de Piedras Albas.)

Las reflexiones no provienen de un sesudo estudio de gabinete o de un charlista de café. Ignacio Sánchez Mejías fue torero y perdió la vida en las astas de un toro, entonces, sus razones derivan de la experiencia vivida, no de la mera suposición, pero como podemos ver, los argumentos en contra de la fiesta son casi los mismos y casi desde siempre.

Espero que esto les haya resultado interesante.

Aclaración: Los resaltados en el texto transcrito, son imputables exclusivamente a este amanuense.

domingo, 2 de septiembre de 2012

5 de septiembre de 1948: Rafael Rodríguez se presenta en la Plaza México


Rafael Rodríguez y Dr. Alfonso Gaona
Plaza México, 1948 (Foto: Carlos González)
La decimotercera novillada de la temporada del 48 llevaba como ingredientes de interés la repetición del torero de Guadalajara, Manuel Capetillo, quien había impactado con su toreo de capa en su actuación anterior; la presentación en la temporada de un novillero de Aguascalientes que había hecho la transición del viejo Toreo de la Condesa hacia la plaza nueva y que se distinguió siempre por sus buenas maneras ante los toros: Valdemaro Ávila y el tercer elemento atractivo lo constituía el encierro de Pastejé que se lidiaría, que tenía seriedad y que se afirmaba, era una corrida de toros que no se había podido lidiar en la temporada grande anterior.

Completaba el cartel un joven, también de Aguascalientes que con brevedad había obtenido los méritos suficientes para debutar en la plaza de toros más grande del mundo, pues tras de recorrer la legua, el 18 de julio anterior, en la Plaza de San Marcos tiene un gran triunfo alternando con Tacho Campos y Juventino Mora y el 1º de agosto siguiente tendría otro notable éxito en San Luis Potosí alternando con el mismo Manuel Capetillo y Curro Ortega, para así llegar a lo que representaría la cita más importante de su vida. 

El doctor Alfonso Gaona, en ese tiempo empresario de la Plaza México, contó así a Carmelita Madrazo, para su obra Rafael Rodríguez ‘El Volcán de Aguascalientes’. Libro Testimonial,  la manera en la que llevó a su plaza a quien después sería universalmente conocido como El Volcán de Aguascalientes:

...Tengo un amigo desde la infancia a quien quiero mucho – el general Manuel de la Torre – y que hizo una carrera brillantísima dentro del Ejército estando en el Estado Mayor Presidencial... En uno de tantos viajes que Manuel hacía por los estados, le tocó ir a Aguascalientes y me dijo: Alfonsito, fíjate que durante mi ida a Aguascalientes se me acercó un chamaco, delgado, desarrapado, dado a la desgracia, que me pidió te hablara de él. Le pregunté si ya había toreado, y el chamaco me dio estas fotos borrosas y chiquititas   para que te las enseñara. Mira Alfonsito, me impactó su gran deseo de  ser torero. Y le veo ganas de querer ser figura. Es más, me dijo que lo van a poner en San Luis Potosí, así es que pienso ir a verlo... Como yo tenía plena confianza en lo que Manuel me decía, le dije que se lo trajera a México después de verlo en San Luis. Y así lo hizo... Todo mundo sabe lo que sucedió esa tarde de su presentación. Fue una temporada muy bonita porque primero presenté a Paco Ortiz, luego a Manuel Capetillo, luego Jesús Córdoba y  por último a Rafael... En un santiamén se hizo el ídolo de la afición... El muchachito, desde su primera novillada, demostró que estaba para la alternativa...

Por su parte, la manera en la que se dieron los hechos en San Luis Potosí, don Arturo Muñoz La Chicha, banderillero, que fue en la cuadrilla de Rafael Rodríguez esa tarde previa a su presentación en la Plaza México, los contó a la misma autora de esta guisa:

...Al llegar al sorteo, me encontré con Enrique Borja, papá del que luego fue famoso futbolista del mismo nombre y a don Manuel de la Torre, gran amigo del doctor Alfonso Gaona, el empresario de la Plaza México. Al verme Enrique, me dijo con su vocecita ladina: - ¡Quihubo Chicha! ¿Cómo te va? - Bien, y tú, ¿qué andas  haciendo por acá? - Me mandó el doctor para que vea al tal Rafaelillo. ¿Que se arrima mucho y es muy bueno? - Mira, si te digo que es bueno y no te gusta, vas a decir que no sé de toros. Así es que mejor hablamos después de la corrida.... Esa tarde ni Capetillo, ni Curro Ortega se vieron. Solamente Rafaelillo, que se convirtió en el señor Rafael... Estando en el vestíbulo del hotel Plaza, escuché cuando Enrique Borja le hablaba al doctor Gaona: - ¡Hombre, doctor! Rafaelillo está para que lo ponga mañana, no dentro de un mes... Al domingo siguiente, 5 de septiembre, Valdemaro Ávila, Manuel Capetillo y Rafael Rodríguez harían el paseíllo en la Plaza México, con toros de Pastejé...

La tarde del 5 de septiembre de 1948 fue entoldada, lluviosa y el festejo estuvo a punto de suspenderse. Refería Rafael Rodríguez que el ruedo estaba enfangado, por lo que se roció diesel sobre la arena y se le prendió fuego para intentar secar en algo el piso. Decía el torero que la llamarada fue fantasmagórica y una vez disipada la nube de humo y vapor, pudieron salir al ruedo. En una conferencia pronunciada el 28 de abril de 1991, el propio torero lo explicaba así:

Esa tarde parecía que todo se perdía. Densos nubarrones invadieron el cielo de la plaza más grande del mundo, el agua corría por el túnel. Hora y media después los monosabios pusieron el ruedo como ascua de oro. Surgió algo inusitado, que jamás había visto, ni he vuelto a ver. La plaza y el ruedo ardían. Llamas gigantescas en tonos multicolores en azul, verde y amarillo se elevaban y descendían. Apareció una enorme nube de humo que se disipó tan rápido como llegó y al fin pudimos torear…

Por su parte, Valdemaro Ávila, el primer espada del festejo contó a Carmelita Madrazo esto:

...Ese 5 de septiembre de 1948, llovió a cántaros. A la hora en que debíamos hacer el paseíllo, el agua no paraba. El ruedo estaba imposible para torear. Por más aserrín que le ponían, corría junto con el agua. Estuvimos esperando hasta las 5.30 para ver si cedía la tormenta, o de plano se suspendía... Como yo era el primer espada, en mí recaía la responsabilidad. Don Difi me ordenaba que suspendiera la corrida, pero el empresario Alfonso Gaona me insistía que saliéramos porque la empresa perdía dinero. Me sentí sumamente presionado... Bien sabía que las condiciones del ruedo eran pésimas, pero en esos momentos recordé lo que me había pasado en la temporada en que Tono Algara me vetó por no torear, y sinceramente pensé que Gaona iba a hacer lo mismo. Así es que accedí contra la voluntad de Don Difi…

Por su parte, Guillermo Salas Alonso, periodista del diario El Universal de la Ciudad de México recuerda los hechos de esta manera:

…5 de septiembre de 1948. A “Rafaelillo”, a quien también se le conocía como “El Canteado”, no le parecía normal el retraso. Su reloj indicaba que el festejo, su presentación como novillero, debió haber iniciado hace ya varios minutos... Cierto. El inicio de la sesión ha sido demorado... Quisquilloso, el juez de plaza en turno, Lázaro Martínez Gómez del Campo, baja al redondel para verificar las condiciones, pues una lluvia, ligera pero pertinaz, ha caído en horas previas. Y el paseíllo no empieza. El retraso suma ya casi una hora. Entonces, al verlo de cerca y suponer que el ruedo no funcionaría, el chaval de Aguascalientes se suelta a llorar e implora al juez dé luz verde al festejo... Mira fijamente a Lázaro Martínez. Suplica: “No vaya a suspenderla, por favor. No haga eso; es mi oportunidad, no la haga añicos...”. El juez dio su aprobación y se realizó la presentación triunfal, inolvidable...

Rafael RodríguezDr. Alfonso GaonaJuan Espinosa
Armillita. Plaza México 5/09/1948 (Foto: Carlos González)

Al final de la tarde, Rafael Rodríguez salió en hombros de los entusiasmados aficionados, con las orejas y el rabo de Panadero y la oreja de Gitano, como resultado de la más espectacular presentación de un novillero en esa plaza. La crónica de agencia publicada en el diario El Siglo de Torreón es la siguiente:

El debutante Rafael Rodríguez fue el triunfador de la corrida de ayer
Valdemaro Ávila y Manuel Capetillo voluntariosos.
Capetillo logró palmas en el quinto.
Fue una corrida casi nocturna.
México D.F., septiembre 5. – Por hilo directo. – Terminando en las sombras de la noche la novillada de hoy, que por la intensa lluvia que estuvo cayendo se inició después de las 17:30 horas, fue un triunfo para el debutante Rafael Rodríguez, que cortó dos orejas y un rabo, saliendo en hombros... Sobresalió su labor en el tercero en el cual largó en quites cinco fregolinas de clase, rematando con media rebolera que se aplaudió estruendosamente. Con la muleta, varios derechazos y el de la firma, algunos por alto, uno de pecho. Más derechazos, por alto increíbles cayendo sombreros al ruedo, siguiendo con manoletinas ajustadísimas, rematando de una sola estocada hasta la bola. Cortó oreja y rabo y dio la vuelta al ruedo... En el sexto, ya de noche, Rafael hizo quites por chicuelinas. Al banderillear fue zarandeado aparatosamente, sin consecuencias, clavando un par superior. En los medios da varios pases por alto de pitón a pitón, adornándose agarrando un cuerno y dominando completamente al toro, matando de una entera sin puntilla. Cortó otra oreja y salió en hombros… Valdemaro Ávila y Manuel Capetillo resultaron opacados por las faenas de Rodríguez, pero estuvieron voluntariosos, aunque poco afortunados debido a que no se pudieron acomodar con el ganado. Capetillo logró algunas palmas en el quinto a la hora de matar por la forma de hacerlo, pero sin nada notable en el trasteo.

Rafael Rodríguez terminaría su paso por esa temporada novilleril cortando cinco rabos e integrando, junto con Jesús Córdoba y Manuel Capetillo aquella terna que pasó a la historia con el sobrenombre de Los Tres Mosqueteros y al final del tiempo, sería el torero que más rabos ha cortado en la Plaza México, pues ya en su etapa de matador de toros, cortó otros seis, para sumar once, cifra que a la fecha no ha sido alcanzada por diestro alguno.

domingo, 26 de agosto de 2012

En el Centenario de José Alameda (VIII)

Alameda antes de Alameda (VII)

Eduardo Liceaga, 1944
Foto: Luis Reynoso
La crónica que he seleccionado para esta ocasión tiene a mi juicio doble interés. Primero, porque procede de aquella primera etapa en la que el que pasaría a la posteridad como José Alameda, suscribía sus escritos como Carlos Fernández Valdemoro y en segundo término, porque relata la presentación ante la afición de la capital mexicana de un torero que hizo concebir grandes esperanzas a la afición de ambos lados del Atlántico y que perdiendo la vida en el ruedo, dejara truncadas las esperanzas propias y las de aquellos que vieron en él a un grande de los ruedos.

Me refiero a Eduardo Liceaga Maciel, hermano menor de David y de Mauro, ambos matadores de toros, aunque el último destacara más como hombre de plata. Eduardo Liceaga fue torero por una real vocación, porque en su familia, se esperaba y se deseaba que estudiara y siguiera los pasos de un distinguido familiar suyo, fundador del Hospital General de México, el doctor Eduardo Liceaga. Sin embargo, a este Eduardo le atrajo más la carrera de sus hermanos mayores y se decantó por ser torero y así, para el domingo 6 de agosto de 1944 fue acartelado con Nacho Pérez y Tacho Campos para lidiar un encierro tlaxcalteca de Rancho Seco.

La versión de esos hechos publicada por el joven Alameda en el número 90 del semanario La Lidia, que salió a la venta en la Ciudad de México el 11 de agosto de 1944 es la siguiente:

Presentación y triunfo de Eduardo Liceaga 
El aficionado que tiene cierta experiencia no lleva nunca demasiadas esperanzas en su camino hacia la plaza, cuando el cartel le ha advertido que serán de la vacada de Rancho Seco las reses destinadas a la lidia. Sin duda por eso, el domingo pasado nadie se llamó a engaño. Y, si bien es verdad que la insignificancia física y temperamental de algunos de los astados – de casi todos ellos, para ser más veraz – excedía los límites de cualquier resignación previa por parte del aficionado, no fueron objeto los torillos de Rancho Seco de la repulsa que ciertamente merecían. Acaso porque la lluvia, torrencial en ocasiones, contribuyó a disimular la escasez de fuerzas de los becerros de don Carlos Hernández. Más bien que de Rancho Seco parecían de rancho mojado y aún de rancho encogido por la mojadura. Pero, cuando sus manos se doblaban y daban con el belfo en la arena, el público creía que aquello era un accidente natural, producido por la humedad del ruedo, que se había convertido en resbaladizo limo. Y así fue como la lluvia, que perjudicó a los toreros, contribuyó en parte a ocultar y disimular la insuficiencia de los toros, que en otra tarde menos inclemente hubiera acarreado justas protestas, pues entonces nadie hubiera podido suponer que resbalaban en un rayo de sol. Sin embargo, cuando el sexto novillito se entregó al descanso, con descaro absoluto y olvido manifiesto de sus más elementales deberes de toro de lidia, el público cayó en la cuenta de que no había sido el exceso de humedad, sino el defecto de energías de toda índole lo que había motivado en los anteriores aquella propensión a hermanarse humildemente con la tierra. Destruida por tal evidencia la anterior suposición benévola, fue el crédito de la vacada el que sufrió el gran tumbo y el público salió de la plaza sin ganas de ver más novillos de Rancho Mojado, ni aún en día seco. 
Para dejar peor a aquellos becerros – que tan baldíamente intentó el ganadero que pasasen por novillos – se corrió en séptimo lugar un toro de San Diego de los Padres, fino, bien criado, bravo y noble, al que le pegaron implacablemente, en lo alto y en lo bajo ambos “Barana”, padre e hijo. Fue la presencia de este toro en el ruedo la peor humillación que pudo inferirse a aquellos becerros. 
Solo al esfuerzo de los toreros se debió lo que en la corrida hubo de lucido, de interesante para el aficionado. El valor y la decisión de Nacho Pérez – malherido por el cuarto –; la picardía, mezclada de buen arte, de Tacho Campos; y el valor, la habilidad y la comprensión del toreo de Eduardo Liceaga evitaron que la novillada se redujese en nuestra memoria a un largo bostezo bajo la lluvia. 
Emerge en el recuerdo – de entre las aguas grises y el gris desaliento – la figura adolescente de Eduardo Liceaga, un chiquillo moreno, mimbreño, que parece andaluz y que anda por el ruedo con una sencillez y una tranquilidad muy pocas veces vista en un principiante. Ane la habilidad con la que ejerce su profesión de torero, no pude por menos acordarme de aquél Fermín Espinosa, que hace quince años maravillaba, haciéndonos creer que le costaba menos trabajo andar por la plaza que por la calle.  
Creo innecesario advertir que en este recuerdo no va implícita ninguna profecía para Liceaga, pues la misión del cronista consiste en hablar de lo ya sucedido y no en adivinar lo que ha de suceder como algunos genios creen. Lo que yo quiero señalar es que la característica fundamental de Eduardo Liceaga es la facilidad. Se trata de un muchacho que entiende el toreo, que encuentra en todo momento el recurso que le permite salir airoso de un trance que apuraría a otros. Recordando mi crónica de hace ocho días, en la que definí a Tacho Campos como el “Torero del Sí y el No”, diré que Eduardo Liceaga es todo lo contrario. Es el torero que sabe que el “sí” y el “no” están implícitos en todas las cosas de la vida taurina y que esta es muy relativa. Plenamente convencido de que el toro, el público y el arte mismo tienen sus más y sus menos, Liceaga procura no perder nunca de vista el sube y baja de la marea de la lidia y no hay ola que lo agarre desprevenido. 
El público quedó sorprendido por la facilidad, el valor y el dominio de Eduardo y se le entregó desde el primer instante. Toreó el debutante muy bien con el capote a su primero, tanto por verónicas como por chicuelinas y escuchó una ovación clamorosa. Sin embargo, lo mejor que hizo en el primer tercio fue una verónica que dio al sexto y en la que, firme e inmóvil sobre sus plantas ligeramente abiertas, se pasó todo el novillo por delante, con temple y sabor, demostrando así que de su precocidad técnica no está excluida sistemáticamente la inspiración. 
Sus dos faenas de muleta fueron absolutamente adecuadas a las condiciones de los novillos. Y Eduardo se fue adaptando además, con intuición sorprendente a los cambios que sufrían durante ellas. Así lo vimos en el momento en que el tercero de la tarde, tras de varios muletazos de pecho, de la firma y de trinchera, se le quedó de pronto en el centro de la suerte. Eduardo no se desconcertó, sino que le dio un medio pase que se convirtió en molinete, dejando la cara del toro en el momento preciso, para salir en airoso paseo y regresar frente al enemigo sabiendo ya que había que contar con una embestida más corta. Lo mató además con mucha habilidad, porque también es fácil y seguro con la espada. Y dio dos vueltas al ruedo, en premio a su valor y a su maestría. 
Con el sexto estuvo aún mejor. Porque el toro tenía muy poca fuerza y había que tirar de él, había que consentirlo más que al otro: Eduardo se enteró muy bien de eso, porque – ya lo he dicho –, tiene una inteligencia torera muy despierta. Y como además cuenta con recursos técnicos para servirla, la breve faena que hizo fue absolutamente propia del caso. Como en su primero, le bastó con media estocada. Y el público volvió a mostrarle su complacencia obligándole de nuevo a dar la vuelta al ruedo.
El éxito de Liceaga no fue algo circunstancial, sino el resultado de una evidente capacidad para el ejercicio de su profesión. No es aventurado, por consiguiente, augurarle una rápida carrera. 
A Nacho Pérez, que tiene un corazón bien templado, lo persiguió la suerte, que le resultó adversa en todo. Pero él no se dejó vencer y se fue herido, pero no fracasado.
Le correspondió el mejor novillo de la tarde, el primero y Nacho lo toreó muy ceñido por verónicas y se adornó después, en el primer quite, con chicuelinas antiguas, airosas y reposadas. Ocioso es decir que se le ovacionó con entusiasmo.  
Pero, al mismo tiempo que la primera ovación, se desencadenó el aguacero. Fue tan violento que el ruedo quedó hecho un barrizal en pocos instantes. Nacho pudo decir, parodiando la frase histórica, que él no había venido a luchar contra los elementos; no lo hizo, sino que, por lo contrario, se puso a luchar, y entre el aguacero y sobre el barro muleteó al de Rancho Seco, dándole superiores pases por alto y en redondo. Lo mató de una estocada un poco trasera y otra en todo lo alto, entrando las dos veces por derecho. Y en esa forma venció a los elementos y al toro, y convenció al público que le tributó una ovación y le hizo saludar desde los medios. 
Con el cuarto se ciñó tanto al torearlo por verónicas a pies juntos, que en el tercer lance quedó prendido del pitón izquierdo. No se sabe si, en realidad, lo cogió el toro, o si se cogió él solo. ¡Tan cerca toreó! Se lo llevaron a la enfermería con una cornada en el muslo izquierdo. Triunfador contra la adversidad, Nacho cuenta con la simpatía de todo el público. Y la merece sobradamente por su animoso esfuerzo de pundonoroso. 
En cambio, Tacho Campos no ha oído hablar del pundonor. Y lo desconoce en absoluto. Él confía en su arte y nada más. Por eso, se limitó a quitarse de delante al segundo novillo, que le correspondía normalmente, y al cuarto, que mató en sustitución de Nacho Pérez. Y fue el quinto el elegido por Tacho para reivindicarse. Acaso lo hiciera por aquello de “que no hay quinto malo”. Pero como esa frase ya no tiene razón de ser desde que se instauró el sorteo y el ganadero dejó de enviar en quinto lugar el toro de mejor nota, resultó que ese novillo solo fue bueno a medias. Exactamente a medias, porque embestía bien por el lado izquierdo, y en cambio achuchaba en forma pavorosa por el derecho. 
Tacho Campos, que se entera muy bien de las cosas, le paró por el lado bueno y se defendió por el otro. Le anotamos en el primer tercio dos verónicas lentas y templadas, una de ellas con el raro señorío que Tacho imprime a su toreo en cuanto se confía. Pero ahí terminó la cosa. Con la muleta, logró magníficos pases de costado y por alto, manteniéndose siempre gallardo y reposado, como cumple a quien no hace concesiones al efectismo y torea bien o prefiere no torear de ninguna manera. Corrió varias veces la mano en pases naturales, pero el novillo que, aún embistiendo derecho por ese lado, lo hacía “reunido”, no le ayudó a lograr el ritmo impecable que caracteriza el arte de Tacho. Volvió éste a los pases por alto y logró algunos extraordinarios, seguidos de otros en los que giró en el mismo sentido del viaje del toro, con gracia y suavidad. El público le ovacionó durante la faena, pero los entusiasmos se enfriaron cuando Tacho, continuamente amenazado por el pitón derecho del novillo, que achuchaba cada vez más peligrosamente, se vio obligado a pinchar sin lucimiento.
En séptimo lugar se presentó José Ortega, a quien le echaron un toro fino, bravo y noble de San Diego de los Padres. El combate fue desigual, porque aquello era mucho toro para tan poco torero. Sin embargo, Ortega no perdió la serenidad y, como el astado embestía dócilmente, salió incólume del encuentro. Es un joven de prolongada figura, andares extravagantes y tranquilidad indiscutible. Acaso cuando practique pueda ser torero. Pero su presentación en la primera plaza de América nos pareció a todos un poco prematura. Por lo menos le faltan tres años de aprendizaje. 
¿Por qué insistirá Joaquín Guerra – que, por otra parte, lo está haciendo tan bien como empresario – en permitir estos apéndices a las novilladas? Realmente, no agregan a ellas ningún aliciente y, en cambio, les quitan seriedad.  

Eduardo Liceaga visto por Antonio Ximénez
La ilusión provocada en la afición y en la crónica por Eduardo Liceaga duraría dos años y unos días más. El torero murió en el Hospital Militar de Algeciras el 18 de agosto de 1946 tras de haber sido herido ese mismo día en la plaza gaditana de San Roque donde toreaba novillos de doña Concepción de la Concha y Sierra alternando con Julio Pérez Vito y Antonio Chaves Flores. El primero de la tarde, llamado Jaranero, número 93, de pelo cárdeno le hirió durante la faena de muleta, al intentar un pase de costadillo. El parte facultativo es el siguiente:

A las 21 horas de ayer ingresó en este Hospital el diestro Eduardo Liceaga, el que, según manifestaciones del mismo y de sus acompañantes, fue herido por un toro en la plaza de San Roque, donde fue curado de primera intención. El diestro sufre una herida de asta de toro en la región perineal, penetrante en pelvis que produce grandes destrozos, rotura de plexon, gran hemorragia y shock traumático de carácter gravísimo, falleciendo en el Hospital una hora después, sin salir de dicho shock, a consecuencia de las heridas sufridas.

Otra apreciación de Eduardo Liceaga por
Antonio Ximénez
Un reportaje sobre la herida y muerte de Eduardo Liceaga, lo pueden encontrar en el ABC de Sevilla del 20 de agosto de 1946, en esta ubicación.

Como pueden ver, el valor de la crónica es singular y vale la pena recordarla, sobre todo si consideramos que hace unos días se cumplió el sexagésimo sexto aniversario del óbito del torero mexicano.

Espero la encuentren de interés.

lunes, 20 de agosto de 2012

Un picador de vuelta al ruedo: Sixto Vázquez (anexo gráfico)

Un tema de la historia de la fiesta nunca puede declararse cerrado. No obstante y por ahora, concluyo con esta presentación agregando a las relaciones que se hicieron de la trascendente actuación que tuvo el varilarguero michoacano Sixto Vázquez en la plaza de Las Ventas el 31 de julio de 1955, con una serie de imágenes relativas al hecho y a algunos otros comentados en las dos entradas anteriores, mismas que espero sean de su interés.

El programa de la novillada del 31 de julio de 1955
archivo Félix Campos Carranza
Cortesía Dr. Rafael Cabrera Bonet

El cartel de la novillada del 31 de julio de 1955
archivo Félix Campos Carranza
Cortesía Dr. Rafael Cabrera Bonet

En la esquina superior derecha, los novillos a lidiarse el 31 de julio de 1955
archivo Félix Campos Carranza
Cortesía Dr. Rafael Cabrera Bonet

Sixto Vázquez picando el 31 de julio de 1955
El Ruedo, Madrid, 4 de agosto de 1955
Cortesia: Aula Taurina de Granada

Jaime Bravo y Sixto Vázquez en la vuelta al ruedo
Cortesía Blog Toreros Mexicanos

Otra imagen de la vuelta al ruedo
Diario Ya, Madrid, 2 de agosto de 1955
Foto de Santos Yubero,  archivo Félix Campos Carranza
Cortesía Dr. Rafael Cabrera Bonet

El anuncio de la novillada del Puerto de Santa María
ABC de Sevilla, 6 de agosto de 1955


Sixto Vázquez en Las Arenas
La Vanguardia, Barcelona, 10 de agosto de 1955

Otras lecturas del tema

No quiero finalizar esto sin recomendar la lectura de la visión de estos hechos por los descendientes de Sixto Vázquez. Hay dos fuentes en esta blogosfera en las que se puede consultar: la primera son las Gaoneras de Octavio Lara Chávez, desde Querétaro, en México y desde el otro lado del charco, está Toro, Torero y Afición, del también amigo Javier, que ha dedicado espacio a esa aportación.

Luego, también dos piezas, una de Joaquín Vidal, en El País y la otra de Vicente Zabala Portolés en el ABC madrileño, en las que rememoran la hazaña del torero mexicano.

Por último, reitero mi agradecimiento al doctor Rafael Cabrera Bonet y a Paco Abad por haberme puesto en el camino correcto cuando tuve dudas para enderezar algunas cuestiones aquí.

Aldeanos